JARDINES NOCTURNOS
Una obra plástica donde la pintura vuelve a pintarse y la mano del artista dirige con maestría a la vez que humildemente la misteriosa reunión de la forma y el fondo. Paradoja: una pintura que vuelve a ser pintura, como si los tiempos de estos días que parecen concluyentes corrigieran la desviación del arte moderno y su aislamiento en la nada. Donde las cosas y los seres no se deforman o abstraen sino representan, repitiendo la fuerza alegórica de aquella función antigua, su alcance estético más allá de la estética, su sentido de meta verdad. Paradoja: una obra original que ha regresado al origen para transmutarlo en poderosa materia actual.
El nombre no es por completo lo que designa pero obedece a una necesidad de referir, a la función orientativa del lenguaje. De ahí que los Jardines nocturnos de Alberto Aragón evoquen la melancólica anfibología de una oscuridad que florece, de la naturaleza asombrada, esclarecida por una luz pictórica hecha de azules predominantes. Dice el diccionario que el color azul es el más profundo de los colores: en él la mirada se hunde sin encontrar obstáculos. Y el más inmaterial también porque es exacto, puro y cálidamente frío. Ilumina un transparente vacío. De estas características se desprende su abundante simbolismo.
El color azul no será el único que otorgue profundidad a los cuadros de este artista poderoso, volcado físicamente en las obras, cuyas texturas de amplia paleta, colores directos y óleo acumulado, de coloridas lavas y pequeñas masas en tercera dimensión lo muestran: sólo un artista que al hacerlo ingresa al cuadro deja tales rastros de su paso. Algunos llamarían a eso estilo o sello, otros metamorfosis, unos más mutabilidad.
Véase cada uno de los cuadros de este jardín como piezas o escenas de un canon visual re-presentado. Hágase con ellos lo que la mirada sabia cuando observa: suspende todo diálogo interior y se abisma en lo que tiene ante sus ojos. No hay asociación mental que surja y de ese modo en lo visto sólo está lo visto.
El rostro de un primate, cuya mirada profunda tiene pozos de tristeza, y sobre su cara, aunque no tocándola, lascas de luz subrayan en azul, a través de pequeñas flores o libélulas o estrellas, el melancólico enigma del retrato; un cielo de igual color duplicado en un mar también azul como un espejo de continuidades; un guerrero prehistórico sobre un toro micénico armado con una lanza flamígera en movimiento de rojos ocres y amarillos grises; un busto de perfil hecho/deshecho con plastas de óleo multicolor, el mismo pero más etéreo y transparentado por volúmenes de otro doble azul; un pez abisal y dentado, con una inquietante antena luminosa; una figura de contornos como un cuerpo en un proceso alquímico de disolución y cambio; una naturaleza muerta, anti bodegón que mezcla un pez con plantas petrificadas; seres que parecen venir de un origen cuasi budista, renunciantes de cabezas rasuradas y fondos cromáticos que sugieren una iluminación; paisajes en planos áureos y cielos verdes vegetales; un pequeño velero en miniatura en el cual un pintor surca el mar de la pintura; la escultura de un chamán de cabellera febril y cuerpo en mudanza mitológica; un tigre cabalgado por un simio a la manera de una antropocéntrica zoomorfia; otro gran felino azul llevando en el vigoroso hocico largas rosas de sangre y signos.
Este es un arte donde el artífice se ha disuelto. Una pintura en la cual se pinta con el pincel y la espátula, el lienzo y el óleo, anunciando tiempos de restitución estética: el arte y su condición de alegoría y meta verdad.
Las líneas anteriores fueron escritas para la hoja de sala de la exposición del mismo título del artista oaxaqueño Alberto Aragón, que ayer fue inaugurada en la galería Alfredo Ginocchio. Este pintor y escultor es uno de los más interesantes entre los artistas plásticos oaxaqueños posteriores a la generación de los artistas fundacionales (Gutiérrez, Tamayo, Toledo et al), y en contenidos y representaciones su obra está emparentada con la reciente filosofía del realismo objetivo. Aquella que ya no cree, como dijo Nietzsche, que no hay hechos sino interpretaciones.
Una pintura que no ilustra sino representa ---aunque lo modifica e introduce en ello una poética, un modo particular--- es una pintura de hechos antes que de interpretaciones. El rostro de un simio que se pinta como el rostro de un simio, el rostro de un hombre que se pinta como el rostro de un hombre, la figura de un tigre que se pinta siendo un tigre, una pintura así viene de regreso desde la deformación de las figuras, de su borramiento y abstracción hechos por el arte moderno.
Es además una obra que no se deriva del folclorismo oaxaqueño tan en boga, de los “dudosos ordenamientos” (Robert Valerio) propios de la escuela/no escuela oaxaqueña de pintura, ese fatigado proceso estético ahora vuelto industrial. Faltan otras aristas en estas consideraciones: una pintura que mira de nuevo los reinos paralelos, plantas y animales, actuando como una preservación en tiempos cuasi catastróficos. O una pintura que se vuelve una esperanza, una invocación.
Fernando Solana Olivares
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