LA COSTUMBRE DE LOS PECES
on este título el orientalista Heinrich Zimmer escribe un ensayo en el cual explora la política de la India antigua y la contrasta con el espíritu occidental. Los textos del pasado (el Hitopadesha o la instrucción de lo útil, entre otros) trasmiten sus lecciones sobre lo político en forma de fábulas de animales, como después lo harán Esopo, Lafontaine y Gellert en Europa.
En ellos se aconseja que el político debe dormir en silencio y con el oído alerta como las gacelas, acometer ataques horrorosos como el león, mantenerse quieto como la tortuga que esconde sus miembros debajo del caparazón, mantenerse ciego y mudo según lo exijan las circunstancias.
Una prudencia pragmática también se recomienda: no provocar al enemigo hasta el extremo, pues la desesperación brinda fuerzas inesperadas y toda batalla que se prolonga hace crecer los riesgos de perderla. La sorpresa, explica el autor al citar viejos textos, es el elemento central de una política afortunada, así como su atmósfera es el misterio, la traición su medio habitual, y sus defensas resultan el espionaje, el soborno y las intrigas.
La costumbre de los peces, donde el grande se come al chico, debe ser regulada por el poder: “Si no existiera el bastón, los hombres se destruirían; como los peces en el mar, los fuertes se comerían a los débiles”. Lo mismo que la propia India milenaria, su doctrina política no es sentimental sino cándida, lúcidamente cínica.
Quien ejerce el poder necesita una instrucción especial dados los riesgos que corre en él a pesar de la plenitud de sus poderes. Como el rey del ajedrez, juego inventado por los hindúes, el gobernante es una figura dependiente de las demás, con relativamente escasa capacidad de respuesta. Dos zonas se mezclan en la doctrina política de hace milenios: la situación del rey (ahora, con matices, del gobernante), solitario en la cúspide del estado, rodeado de un círculo amenazante que actúa hipócritamente, y la situación del animal abandonado en el desierto.
La primera zona, los riesgos del ejercicio del poder, es el objeto práctico de la enseñanza hindú sobre la política, la segunda zona, el paralelo con el mundo animal y la naturaleza, le confiere el fondo ilustrativo, la forma narrativa que se requiere para comprender ese algo, tan tangible y a la vez intangible, que se designa como poder.
Se sabe desde entonces, miles de años atrás, que pertenecer al aparato del poder representa una oportunidad, quien lo logra es su usufructuario, es una parte del cuerpo público que ejerce “el proceso de explotación del despotismo”, otro nombre para el poder, como escribe Zimmer. Sin embargo, esta oportunidad tiene peligros: las intrigas, la difamación, los espías alrededor, el cargo que puede perderse, el temor al superior y el padecimiento de sus caprichos.
El secreto para mantenerse y perdurar en el cargo, según enseña tal sabiduría cínica, es convertirse en imprescindible, es decir, resolver las cosas hasta cierto punto, de otra manera uno se vuelve superfluo, como aquel gato que un león llevó para cuidar su sueño cuando un ratón salía a morderle la melena, a cambio de comer las sobras del gran felino. El gato hizo bien su trabajo, mató al ratón y entonces dejó de serle útil al león quien ya no lo alimentó.
Dado que en política no existe ningún amigo o enemigo nato, son las circunstancias y los acuerdos donde se hacen los amigos y surgen los enemigos. En cuanto a estos, las relaciones deben ser de engaño y disimulo. Como gustaba sentenciar algún ideólogo priista, posiblemente lector de Zimmer porque era un infrecuente político culto: lo que resiste apoya. De ahí que sea necesario siempre mantener problemas y enemigos hasta ciertas proporciones. Su existencia nos permite mantenernos en pie a nosotros mismos.
“Uno lleva a su enemigo a hombros —enseña el Hitopadesha— hasta que consigue lo que quiere; en ese preciso instante lo arroja para que se estrelle como un cántaro sobre la roca”. La doctrina política de la India (doctrina del artha) promulga que el poder es un asunto material. Que el gobernante debe afirmarse a sí mismo, y aun ir más allá del orden moral para lograr esa afirmación. Ha de querer el poder por encima de todo, en cualquier circunstancia y contra cualquier otro, pues está educado (“consciente, brutalmente”) para prescindir de los elementos teológico-morales comunes a todos los demás.
Dice la enseñanza que aquel que quiera servir al poder y que éste le sirva debe entregarse a él por entero, pues de otra manera no podrá mantenerlo. La enseñanza del poder, un saber parecido al del médico, el sacerdote, el mago o el artesano con los secretos de cada oficio, establece que querer el poder en cualquier circunstancia es lo que constituye “la moral particular del hombre político”.
El Occidente humanista aparece como un animal mentiroso y el Oriente como uno ladino, cruel pero con buena conciencia. Ni la costumbre de los peces ni la posesión cuasi diabólica del poder y la política permiten elevarse por encima de su finalidad despótica: predominar. La hiperpolítica por venir será distinta. Aquí ya no cabe decirlo. Quizá otra vez.
Fernando Solana Olivares
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