Friday, September 22, 2006

LA ROTURA DE LA FORMALIDAD / I

Los odios son la cara contraria, jánica, dual y a la vez complementaria del amor. Quien odia ama, pero no se atreve a reconocerlo, y se odia tal vez por ello, aunque muchas veces la gente odiadora ni siquiera lo sepa. López Obrador levanta simpatías incondicionales a la vez que oposiciones mayúsculas. Leer la prensa adversa al lopezobradorismo y a su líder ---le llaman malo, mentiroso, corrupto, mesiánico, es viajar a través de un sentimiento, contrario, crítico, pero sobre todo, sentimental. Sentimiento convertido en moralidad: deber ser; en este caso, deber de odiar a López Obrador. Luego también existe su complemento: deber de amar al líder nacional y emergente que para bien o para mal no ha dejado de marcar la política mexicana y llevarla, más o menos, ha donde él ha querido.
Un término supuestamente descalificador, una palabra impensable, algo malo, verdaderamente malo, es el populismo. ¿Por qué? Pues porque eso dicen en la actualidad los “especialistas” de la realidad ---esos angustiados y angustiantes conferenciantes que discuten a bordo de una nave que surca el sombrío mar---, repitiendo así uno de los tantísimos diseños u operaciones de control mental sobre la opinión masiva que el ultraliberalismo suele echar a andar entre nosotros una y otra vez. (Ése es uno de los grandes misterios: quién echa a andar esa complejísima maquinaria de persuasión, que a veces parece ---sin exonerar a los responsables y usufructuarios conocidos--- puesta a andar por ella misma: la videoesfera.)
Ajá, entonces López Obrador es populista: interesante cuestión. Representa lo popular. O sea, la violenta irrupción mexicana, al plano que faltaba, de la informalidad. La informalidad en la política. ¡Ay, qué horror! Ahora existe un torneo de ingenios para denostar aquella frase ---una de las definiciones estratégicas de López Obrador--- bien inquietante tanto para los dueños de las cosas como para las masas que sueñan con ser alguna vez dueñas de las cosas: “Al diablo con sus instituciones”.
Puede comprenderse la buena fe de tantos ciudadanos horrorizados que todavía creen en la autorreparación o corrección del sistema. De otros que se sienten a gusto en él, y de otros que desesperadamente lo quieren sostener. Puede entenderse la conmoción de sentido que supone el surgimiento de un discurso como aquel: su versión organizada del contrato social no nos importa. ¿Por qué dice eso López Obrador? Sus denostadores, amantes al revés, dicen que lo hace por ambicioso, por intereses personales y hasta psicológicos, por traumas personales, etcétera.
Desde luego la ambición, esa búsqueda de fines, bastante cuenta: el hombre de poder se distingue porque en cualquier situación, en cualquiera, debe querer, ambicionar el poder. El silogismo, entonces, vincula ese factor de apego personal al poder con la falsedad demagógica de su discurso. López Obrador habla de los pobres pero le interesa el poder, dicen. Hoy, salvo los populistas, nadie habla, ve, organiza, representa y puede aglutinar a los pobres mexicanos: al México profundo, jodido, invisible. El México informal que manda al diablo las instituciones pues lleva mucho tiempo de vivir fuera de ellas, contra ellas y a pesar de ellas.
Un elemento en la satanización contra López Obrador es esta falsa hipótesis, transmitida profusamente en televisión por el consejo coordinador empresarial, es decir, por la plutocracia, y repetida también por diversos analistas, de que López Obrador encarna el pasado. No hay tal, cuando más, representa también el presente del pasado histórico aún pendiente de resolverse en este país (véase Oaxaca), pero a su alrededor hay grandes grupos de población joven, adulta y mayor que significan el presente del presente y el presente del futuro. Mejor todavía para su carisma: representa a grupos de todas las franjas generacionales.
En 1988 llevé a mi entonces pequeña hija al mítin de Cárdenas en el Zócalo. Después le dediqué una crónica periodística, “Estampas de una elección”, que convocaba un memorable cuento de Italo Calvino, aquella jornada de su escrutador electoral. El domingo pasado me habló después de ser parte de la masa en el Zócalo que dio el primer paso de la informalidad organizada para iniciar el largo, sinuoso camino de ese jaque al rey en el tablero político. Mi hija acudió a una convención a mano alzada de quienes están convencidos de haber sido electoralmente defraudados, es decir, derrotados informalmente mediante la utilización facciosa de la formalidad. Nos reímos un poco durante la llamada, intercambiamos ciertas ironías sobre el tema de esa elección popular, y concluyó: “Pues sí, papá. Ni modo”.
Ella y su generación entienden la informalidad. Aun nosotros sus padres, cincuentones, aceptamos que se trata de una realidad paralela que rodea a la otra, la realidad formal. Y entre su ética generacional está la visión objetiva de la piratería, pues crecieron con correo electrónico, comercio virtual y toda música para capturarse en el cyberespacio, así entienden que el intercambio de contenidos es un derecho de la vida privada, y que la propiedad de la creatividad y su recompensa por dinero son “una muy extraña utopía que nunca ha existido”, según dice el joven programador sueco Gottfrid Svartholm, uno de los responsables del sitio Pirate Bay y ahora del Partido Pirata recién surgido en la escena política (Marco Appel, Proceso, 1559). La informalidad: “su viejo modelo ya no funciona”. Formas suecas o mexicanas de enfatizarlo: “al diablo con sus instituciones”.

Fernando Solana Olivares

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