CAMUS O NUESTRA INTEMPERIE
“¡Si la época fuera solamente trágica! Pero es también inmunda. Por eso hay que denunciarla. Y perdonarla.” Esta frase sin contemplaciones, escrita por Albert Camus en sus Carnets hace ya sesenta años, resume el aliento estético y la actitud existencial de uno de los escritores más intensamente cercanos al crepúsculo histórico que solemos llamar posmodernidad.
La vigencia, la sostenida perdurabilidad de su obra narrativa, ensayística y dramatúrgica no proviene solamente de la excelencia artística como lenguaje repleto de significado a su máxima posibilidad ---que no otra cosa es la literatura--- alcanzada por su prosa directa, sin adornos ni afeites, sin lírica sentimental; obedece sobre todo a su circunstancia de testimonio verdadero acerca del hombre absurdo, esa categoría ontológica, “el pecado sin Dios”, como le llamó Camus, que describe el estado de la conciencia contemporánea desgarrada por el dualismo entre el espíritu y la materia. Un misterio que vincula a la vez que aleja al sujeto del mundo y se convierte, al ser reconocido, en la más desdichada de las pasiones actuales, cuyas tribulaciones también fueron las suyas lo mismo que su antídoto: la obstinada glorificación del acto de vivir.
En diciembre de 1957, al recibir el Nobel de Literatura, Albert Camus estableció que la escritura no representaba para él un placer artístico o un oficio mundano sino sobre todo una facultad moral: “Cada generación, sin duda, se cree consagrada a rehacer el mundo. La mía sabe que no lo conseguirá. Pero su misión tal vez sea más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga.”
Sin embargo, esta moral no se fundaría en ninguna iglesia devocional o ideológica, ni siquiera en la resignación de cualquier certidumbre metafísica ante la fatalidad del absurdo de existir. Su piedra de toque sería algo mucho más simple y por ello trascendente: el humilde camino cotidiano entre los seres humanos, su convivencia y su destino, una ética práctica del amor concreto que abrigaría en su seno “el impresionante testimonio de la única dignidad del hombre: la rebeldía tenaz contra su condición.”
Los Justos, una obra teatral de ese autor determinado por la amarga dialéctica entre la felicidad y la desdicha, la vida y la muerte, el tiempo y la historia, la rebeldía y la salvación, puso en escena un diálogo de las ideas y las acciones revolucionarias donde la sencilla e inexpugnable nobleza que caracterizó su humanismo ---una moral laica ridiculizada por los creyentes marxistas de su tiempo (Sartre a la cabeza) como la vana afirmación de un ideal protocristiano---, contrapuso la justicia y la caridad, dos valores axiales en su interpretación del mundo, interpretación mucho más práctica que filosófica y mucho más somática que conceptual, al mismo tiempo que realizó la crítica política de una desviación escatológica: la aplicación de lo absoluto a la historia, la cual terminaría por ser un oprobio aún mayor que aquello que decía combatir.
“Todo revolucionario ---escribiría en su libro El hombre rebelde, una variante ensayística de aquella obra teatral aún profética, no por casualidad el último y extraordinario montaje escénico de Ludwik Margules entre nosotros--- acaba en opresor o en herético. En el universo puramente histórico que han elegido la rebeldía y la revolución conducen al mismo dilema: o la policía o la locura.” Es decir, a un mayor dolor.
Camus elaboró un pensamiento del mediodía para salvar al hombre contemporáneo del absurdo: “Lo que cuenta es la verdad ---propuso como método cognitivo, como gesto existencial---. Y yo llamo verdad a todo cuanto persiste.” Por eso persiste su obra, tan actual hoy como hace medio siglo, o acaso más, pues representa la verdad. ¿Cuál verdad? Quizá la misma que leyó en el poeta Hölderlin y consignó el 4 de marzo de 1950 en sus Carnets: “Y abiertamente consagré mi corazón a la tierra grave y dolorosa, y a menudo, en la noche sagrada, le prometí amarla fielmente hasta la muerte, sin temor, con su pesado fardo de fatalidad, y no despreciar ninguno de sus enigmas. Así me uní a ella con un lazo mortal”.
En estos días literalmente espantosos, cuando la tierra que antes fue grave y dolorosa ahora se muestra iracunda, impredecible, vuelve a considerarse el mismo aunque agravado dilema: nuestra generación no podrá rehacer el mundo porque éste ya está deshecho, y la época trágica e inmunda que vivimos no debe ser perdonada.
La leyenda para la publicación de Los justos imaginada por Camus debía decir sólo dos palabras: “Terror y Justicia”. Pero cuando sólo queda vigente el Terror y se carece de Justicia, como ahora, los justos se convierten en los injustos a menos que comprendan lo que este escritor nacido en ultramar ---“Sí, tengo una patria: la lengua francesa”---, el encumbrado hijo de una mujer humilde muerto a destiempo que supo que la pasión del siglo veinte fue la servidumbre, una y otra vez ejemplificó: “El que no lo da todo no lo obtiene todo”. Acaso entonces nuestra hostil intemperie signifique esa cesión total que después de ocurrida nos conducirá al encuentro con lo que nos aguarda. La comprensión, cuando menos, pues la felicidad, o el sentido, o la tranquilidad, hace mucho que de este país se marcharon quién sabe a dónde.
“No se entra a la verdad sin pasar previamente por la aniquilación”. A Camus le gustaba recodar esta cita de Simone Weil.
Fernando Solana Olivares
La vigencia, la sostenida perdurabilidad de su obra narrativa, ensayística y dramatúrgica no proviene solamente de la excelencia artística como lenguaje repleto de significado a su máxima posibilidad ---que no otra cosa es la literatura--- alcanzada por su prosa directa, sin adornos ni afeites, sin lírica sentimental; obedece sobre todo a su circunstancia de testimonio verdadero acerca del hombre absurdo, esa categoría ontológica, “el pecado sin Dios”, como le llamó Camus, que describe el estado de la conciencia contemporánea desgarrada por el dualismo entre el espíritu y la materia. Un misterio que vincula a la vez que aleja al sujeto del mundo y se convierte, al ser reconocido, en la más desdichada de las pasiones actuales, cuyas tribulaciones también fueron las suyas lo mismo que su antídoto: la obstinada glorificación del acto de vivir.
En diciembre de 1957, al recibir el Nobel de Literatura, Albert Camus estableció que la escritura no representaba para él un placer artístico o un oficio mundano sino sobre todo una facultad moral: “Cada generación, sin duda, se cree consagrada a rehacer el mundo. La mía sabe que no lo conseguirá. Pero su misión tal vez sea más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga.”
Sin embargo, esta moral no se fundaría en ninguna iglesia devocional o ideológica, ni siquiera en la resignación de cualquier certidumbre metafísica ante la fatalidad del absurdo de existir. Su piedra de toque sería algo mucho más simple y por ello trascendente: el humilde camino cotidiano entre los seres humanos, su convivencia y su destino, una ética práctica del amor concreto que abrigaría en su seno “el impresionante testimonio de la única dignidad del hombre: la rebeldía tenaz contra su condición.”
Los Justos, una obra teatral de ese autor determinado por la amarga dialéctica entre la felicidad y la desdicha, la vida y la muerte, el tiempo y la historia, la rebeldía y la salvación, puso en escena un diálogo de las ideas y las acciones revolucionarias donde la sencilla e inexpugnable nobleza que caracterizó su humanismo ---una moral laica ridiculizada por los creyentes marxistas de su tiempo (Sartre a la cabeza) como la vana afirmación de un ideal protocristiano---, contrapuso la justicia y la caridad, dos valores axiales en su interpretación del mundo, interpretación mucho más práctica que filosófica y mucho más somática que conceptual, al mismo tiempo que realizó la crítica política de una desviación escatológica: la aplicación de lo absoluto a la historia, la cual terminaría por ser un oprobio aún mayor que aquello que decía combatir.
“Todo revolucionario ---escribiría en su libro El hombre rebelde, una variante ensayística de aquella obra teatral aún profética, no por casualidad el último y extraordinario montaje escénico de Ludwik Margules entre nosotros--- acaba en opresor o en herético. En el universo puramente histórico que han elegido la rebeldía y la revolución conducen al mismo dilema: o la policía o la locura.” Es decir, a un mayor dolor.
Camus elaboró un pensamiento del mediodía para salvar al hombre contemporáneo del absurdo: “Lo que cuenta es la verdad ---propuso como método cognitivo, como gesto existencial---. Y yo llamo verdad a todo cuanto persiste.” Por eso persiste su obra, tan actual hoy como hace medio siglo, o acaso más, pues representa la verdad. ¿Cuál verdad? Quizá la misma que leyó en el poeta Hölderlin y consignó el 4 de marzo de 1950 en sus Carnets: “Y abiertamente consagré mi corazón a la tierra grave y dolorosa, y a menudo, en la noche sagrada, le prometí amarla fielmente hasta la muerte, sin temor, con su pesado fardo de fatalidad, y no despreciar ninguno de sus enigmas. Así me uní a ella con un lazo mortal”.
En estos días literalmente espantosos, cuando la tierra que antes fue grave y dolorosa ahora se muestra iracunda, impredecible, vuelve a considerarse el mismo aunque agravado dilema: nuestra generación no podrá rehacer el mundo porque éste ya está deshecho, y la época trágica e inmunda que vivimos no debe ser perdonada.
La leyenda para la publicación de Los justos imaginada por Camus debía decir sólo dos palabras: “Terror y Justicia”. Pero cuando sólo queda vigente el Terror y se carece de Justicia, como ahora, los justos se convierten en los injustos a menos que comprendan lo que este escritor nacido en ultramar ---“Sí, tengo una patria: la lengua francesa”---, el encumbrado hijo de una mujer humilde muerto a destiempo que supo que la pasión del siglo veinte fue la servidumbre, una y otra vez ejemplificó: “El que no lo da todo no lo obtiene todo”. Acaso entonces nuestra hostil intemperie signifique esa cesión total que después de ocurrida nos conducirá al encuentro con lo que nos aguarda. La comprensión, cuando menos, pues la felicidad, o el sentido, o la tranquilidad, hace mucho que de este país se marcharon quién sabe a dónde.
“No se entra a la verdad sin pasar previamente por la aniquilación”. A Camus le gustaba recodar esta cita de Simone Weil.
Fernando Solana Olivares
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