Friday, February 19, 2010

MATIZANDO MATICES

El texto publicado la semana pasada en esta columna, “Un país que se acabó”, provocó diversas reacciones entre algunos lectores: hubo quienes lo contradijeron, también quienes lo celebraron y aun quienes lo rechazaron por amargo y negativo. Uno de ellos amablemente le aclaró a este columnista que en su opinión los países no se terminan sino que se degradan. Me doy pues a la tarea de intentar la precisión de varias de las afirmaciones del texto mismo junto con ciertas respuestas a los comentarios de los lectores, todos los cuales, sobra decirse, son ampliamente agradecidos.

¿Cuándo se acaba lo que se acaba? Una sentencia inobjetable, porque no es verdad relativa, establece que todo lo compuesto debe perecer. De tal manera terminan universos, galaxias, planetas, continentes, territorios, épocas históricas, modelos ideológicos, proyectos políticos, especies animales y seres humanos: cosas o entidades compuestas que por su naturaleza misma son impermanentes, perecederas, diferentes entre sí solamente por la duración en el tiempo que les ha sido dada o que les es propia. Todo tiene un momento de inicio y otro de final. Esta obviedad debe matizarse cuando se aplica a nuestro país. En efecto, hay cierto tremendismo no literal, o sea metafórico, al escribir que México se ha terminado. El país formal todavía sigue existiendo, pero lo que parece irremediablemente roto es su presente actual lo mismo que su inmediato futuro. Son legión los fenómenos que así lo comprueban en cualquier rubro de los espacios públicos y privados que constituyen a la república. Puntualizando, entonces: aquel México que fue el de una generación como lo mía no existe más. Yo fui un niño feliz que jugó en sus calles, mis hijos ya no pudieron hacerlo y, si ellos llegan a tener descendencia, ésta mucho menos lo hará. ¿No queda cancelada la viabilidad de un país que encierra a sus ciudadanos entre las cuatro paredes de su hogareña incertidumbre, porque vive una guerra civil difusa, un mal gobierno sistémico y una corrupción gangrenante, individual y colectiva, que no se declaran nunca como tales?

¿Dónde se inicia lo que se inicia? Me han dicho que la pavorosa degradación actual no comenzó con el fraude electoral del 6 de julio de 1988, con la tibieza de la oposición de izquierda y derecha ante tal hecho determinante y la instauración fatal del salinismo “modernizador”, sino seis años atrás, a partir de la llegada al poder del delamadridismo tecnocrático y neoliberal. Puede ser cierto, no veo ningún problema en aceptarlo. Aunque en todo caso ello solamente representaría la cuenta corta de la historia nacional. Quizá la cuenta larga se origina desde el inicio mismo de la desigualdad característica en un país que ya Humboldt describió en el siglo dieciocho como el más injusto que conociera. La brutal conquista, el venal virreinato, la asfixiante contrarreforma católica, la lucha secular y aún vigente entre conservadores y liberales, la maldición geográfica de ser una frontera subordinada del imperio estadounidense, el presidencialismo paternalista, el partido único, etcétera. Circunstancias sobran para explicar la postración de un país cuya “educación moral”, como querría Kant, ha resultado hasta hoy dramáticamente iremediable. Y siguiendo el axioma que afirma que quien tiene mayor autoridad, mayor poder o mayor conocimiento se obliga a su vez a una mayor responsabilidad, la historia mexicana es en gran medida el resultado de la doble moral de sus élites políticas, económicas, culturales, educativas, religiosas y mediáticas: aquella cúspide en aguja de una pirámide social que cada vez va achatándose más en su base. Simplificando, entonces: el ejemplo es una orden silenciosa. ¿Cuál es el que ofrecen los gobernantes, las instituciones, los plutócratas, el magisterio, los líderes políticos, los magistrados, los jerarcas religiosos, los intelectuales orgánicos, los grandes opinadores, la histérica radio y la orwelliana televisión?

¿Qué hacer cuando parece que nada se puede hacer? Scott Fitzgerald decía que el signo paradójico de la inteligencia consistía en reconocer que las cosas no tienen remedio y sin embargo estar empeñado en cambiarlas. Gramsci proponía el pesimismo de la inteligencia junto con el optimismo de la voluntad. La tradición budista tibetana afirma que cuando las cosas se complican uno debe proceder a simplificar todo lo que pueda. Y una perspectiva más radical y escandalosa para la mentalidad narcisista del capitalismo contemporáneo postula cuatro actitudes propias de una sabiduría distinta: sufrir las injusticias, adaptarse a las circunstancias, no esperar nada y seguir el camino existencial. La crisis (¿terminal?) de este país obedece, acaso, a dos causas orgánicas profundas: una corresponde a la idiosincracia y a la historia nacionales, la otra tiene que ver con un proceso civilizacional global. En cuanto a la primera, no encuentro mácula cognitiva alguna en aquello que mediante el Tarot postuló Jodorowsky: México es el país que se crucifica a sí mismo para que el mundo avance. Me parece el análisis sociológico más exacto al respecto que haya conocido en años. Comprendo el desdén ignorante que varios siglos de oscurantismo racionalista han dejado entre nosotros, los habitantes del mundo chato y superficial, quienes creen que la única realidad existente es el mundo sensorial, empírico y material, donde no hay dimensiones superiores ni más profundas y tampoco estados superiores de evolución de la conciencia, según establece Ken Wilber. Lo comprendo pero no lo comparto: sostengo otras razones que ya expondré.

Fernando Solana Olivares

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