HIPERPOLÍTICA / I.
Este es el tiempo de los hombres y mujeres pequeños, los usuarios terminales de sí mismos, los buscadores insaciables y compulsivos de la satisfacción inmediata, los creyentes en la deidad omnipotente del dinero, los habitantes del mundo plano de las envolturas brillantes, los devotos del principio del placer egoísta, los obsesos de las apariencias y la simulación. Este es el tiempo de los seres vacíos, indiferentes y aislados, cuya vida en cuanto tal nada significa salvo que se obtenga o no el “éxito”, aquella ideología materialista del poder, la acumulación y los objetos, la más falsa en circulación. Este es el tiempo donde ya no hay tiempo: el Titanic civilizacional se hunde y la orquesta de la sociedad del espectáculo y del entretenimiento continúa tocando aunque el agua llega ya a las rodillas de los músicos y los bailarines, imperturbables todavía como en cualquier aquelarre decadente y crepuscular.
¿Pesimismo? No del todo: simple realismo, pues lo anterior es una mera descripción que el más radical pensamiento y el más expresivo arte occidentales han venido haciendo desde hace centurias, sin que la cultura de masas y sus sistemas políticos hayan prestado la menor atención a tantas advertencias y anticipaciones sobre el antaño ominoso futuro al fin vuelto asfixiante actualidad. Tal vez por un diseño intencional y destructivo propio de la modernidad ---la historia como conspiración de fuerzas ocultas---, o por una fatalidad inevitable originada en las mismas energías que dieron lugar a la época vigente ---la historia como derrota de los aprendices de brujo---.
Este es el tiempo de una cultura del olvido globalizada a sangre, televisión, materialismo, cine y fuego, en la cual, según diría George Steiner, no nos quedan más comienzos, es decir, nuevos discursos posibles originados en la propia cultura que llega a su conclusión. ¿Cuál? La cultura unidimensional del racionalismo extremo y del sentimentalismo tramposo, aquella que afirma que solamente existe lo que los sentidos ofrecen al sujeto como experiencia vivencial. Sin embargo, existe una paradoja de la proximidad en todo esto, que bien entendida indica lo mismo que el poeta querría decir: en el fin está el principio.
Escuchemos a René Guénon: “Todo lo que existe en cualquier forma, incluso el propio error, necesariamente posee una razón de ser, de modo que hasta el propio desorden debe encontrar finalmente su lugar entre los elementos del orden universal.”
Escuchemos a John Zerzan: “El narcisismo del consumidor y un ‘¿qué más da?’ universal señalan el fin de la filosofía como tal y el esbozo de un paisaje de ‘desintegración y decadencia sobre la irradiación de fondo de la parodia, el kitsch y el agotamiento’.”
Escuchemos a Richard Kearny: “La creciente convicción de que la cultura humana tal como la hemos conocido ha llegado a su fin.”
Escuchemos a Jean Baudrillard: “¿Por qué tendríamos que pensar que la gente desea repudiar su vida cotidiana para buscar una alternativa? Por el contrario, desean hacer de ello un destino, ratificar la monotonía mediante una monotonía mayor.”
Escuchemos a Gilles Deleuze: “Ellos quieren que consumamos. Muy bien, consumamos cada vez más y lo que sea, con cualquier propósito inútil y absurdo.”
Escuchemos a Peter Sloterdijk: “(…) Hablan de la pertenencia mutua tras la ruina de la forma política. Encarnan la lección decisiva de todas las ciencias antropológicas modernas: si los grandes órdenes se parten en dos, el arte de la pertenencia mutua sólo puede comenzarse de nuevo desde los órdenes pequeños. La regeneración de los hombres por obra de los hombres presupone un espacio en el que, por la convivencia, se inaugure un mundo.”
Escuchemos a Teilhard de Chardin: “Cuanto más avanzo en la vida más siento que el verdadero descanso consiste en ‘renunciarse’ a uno mismo, es decir, admitir resueltamente que carece de importancia el ser ‘feliz’ o ‘desgraciado’ (en el sentido usual de estas palabras).”
Y escuchándolos, a estos autores entre tantos otros que han advertido la inflexión irreparable de las cosas, el punto de no retorno alcanzado por un sistema mundo globalmente totalitario, ¿qué hacer con ello? ¿Vivir cínica y resignadamente en lo inmediato, protegiendo la razón instrumental y la racionalidad técnica como estrategias frágiles y vaporosas para sobrevivir solamente hoy sin preguntarse por el contiguo mañana, hasta que el fin del mundo (“Puede afirmarse con todo rigor que el ‘fin de un mundo’ no es nunca ni podrá ser jamás algo diferente del final de una ilusión”, escribió Guénon) nos pille bailando entretenidos, sin comprender nada de lo que está sucediendo, estúpidamente absortos en la pantalla del último juguete electrónico a nuestra disposición?
El resumen del sujeto posmoderno ---éramos individuos, ahora somos consumidores--- resulta desconsolador: una personalidad construida por y para el capital tecnológico, caracterizada a partir de una red cognitiva dispersa y descentrada que se estimula mediante vínculos libidinales, vacía de sustancia ética e interioridad psíquica, definida por las experiencias efímeras de tal o cual acto de consumo, tal o cual experiencia mediática, tal o cual relación sexual, tal o cual tendencia de moda.
De nuevo entonces: ¿qué hacer? Ya se ensayará en la siguiente entrega una hiperpolítica para un hiperdrama: las angustiadas reflexiones sobre el arte más antiguo, la repetición de lo humano por obra de lo humano.
Fernando Solana Olivares.
¿Pesimismo? No del todo: simple realismo, pues lo anterior es una mera descripción que el más radical pensamiento y el más expresivo arte occidentales han venido haciendo desde hace centurias, sin que la cultura de masas y sus sistemas políticos hayan prestado la menor atención a tantas advertencias y anticipaciones sobre el antaño ominoso futuro al fin vuelto asfixiante actualidad. Tal vez por un diseño intencional y destructivo propio de la modernidad ---la historia como conspiración de fuerzas ocultas---, o por una fatalidad inevitable originada en las mismas energías que dieron lugar a la época vigente ---la historia como derrota de los aprendices de brujo---.
Este es el tiempo de una cultura del olvido globalizada a sangre, televisión, materialismo, cine y fuego, en la cual, según diría George Steiner, no nos quedan más comienzos, es decir, nuevos discursos posibles originados en la propia cultura que llega a su conclusión. ¿Cuál? La cultura unidimensional del racionalismo extremo y del sentimentalismo tramposo, aquella que afirma que solamente existe lo que los sentidos ofrecen al sujeto como experiencia vivencial. Sin embargo, existe una paradoja de la proximidad en todo esto, que bien entendida indica lo mismo que el poeta querría decir: en el fin está el principio.
Escuchemos a René Guénon: “Todo lo que existe en cualquier forma, incluso el propio error, necesariamente posee una razón de ser, de modo que hasta el propio desorden debe encontrar finalmente su lugar entre los elementos del orden universal.”
Escuchemos a John Zerzan: “El narcisismo del consumidor y un ‘¿qué más da?’ universal señalan el fin de la filosofía como tal y el esbozo de un paisaje de ‘desintegración y decadencia sobre la irradiación de fondo de la parodia, el kitsch y el agotamiento’.”
Escuchemos a Richard Kearny: “La creciente convicción de que la cultura humana tal como la hemos conocido ha llegado a su fin.”
Escuchemos a Jean Baudrillard: “¿Por qué tendríamos que pensar que la gente desea repudiar su vida cotidiana para buscar una alternativa? Por el contrario, desean hacer de ello un destino, ratificar la monotonía mediante una monotonía mayor.”
Escuchemos a Gilles Deleuze: “Ellos quieren que consumamos. Muy bien, consumamos cada vez más y lo que sea, con cualquier propósito inútil y absurdo.”
Escuchemos a Peter Sloterdijk: “(…) Hablan de la pertenencia mutua tras la ruina de la forma política. Encarnan la lección decisiva de todas las ciencias antropológicas modernas: si los grandes órdenes se parten en dos, el arte de la pertenencia mutua sólo puede comenzarse de nuevo desde los órdenes pequeños. La regeneración de los hombres por obra de los hombres presupone un espacio en el que, por la convivencia, se inaugure un mundo.”
Escuchemos a Teilhard de Chardin: “Cuanto más avanzo en la vida más siento que el verdadero descanso consiste en ‘renunciarse’ a uno mismo, es decir, admitir resueltamente que carece de importancia el ser ‘feliz’ o ‘desgraciado’ (en el sentido usual de estas palabras).”
Y escuchándolos, a estos autores entre tantos otros que han advertido la inflexión irreparable de las cosas, el punto de no retorno alcanzado por un sistema mundo globalmente totalitario, ¿qué hacer con ello? ¿Vivir cínica y resignadamente en lo inmediato, protegiendo la razón instrumental y la racionalidad técnica como estrategias frágiles y vaporosas para sobrevivir solamente hoy sin preguntarse por el contiguo mañana, hasta que el fin del mundo (“Puede afirmarse con todo rigor que el ‘fin de un mundo’ no es nunca ni podrá ser jamás algo diferente del final de una ilusión”, escribió Guénon) nos pille bailando entretenidos, sin comprender nada de lo que está sucediendo, estúpidamente absortos en la pantalla del último juguete electrónico a nuestra disposición?
El resumen del sujeto posmoderno ---éramos individuos, ahora somos consumidores--- resulta desconsolador: una personalidad construida por y para el capital tecnológico, caracterizada a partir de una red cognitiva dispersa y descentrada que se estimula mediante vínculos libidinales, vacía de sustancia ética e interioridad psíquica, definida por las experiencias efímeras de tal o cual acto de consumo, tal o cual experiencia mediática, tal o cual relación sexual, tal o cual tendencia de moda.
De nuevo entonces: ¿qué hacer? Ya se ensayará en la siguiente entrega una hiperpolítica para un hiperdrama: las angustiadas reflexiones sobre el arte más antiguo, la repetición de lo humano por obra de lo humano.
Fernando Solana Olivares.
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