CINCO ESPACIOS VACÍOS.
La necesidad tiene cara de hereje. Desde antes de las nueve de la mañana del viernes la diminuta maquinaria del museo Agustín Rivera debió ponerse en movimiento. Salí de mi casa a bordo de la noble troca que diariamente me transporta, enfilé hacia la carretera y sintonicé el noticiero matutino de la radio universitaria para escuchar la entrevista que su conductora haría al joven curador de la exposición y a uno de los noveles participantes. “Nuevas formas, nuevos lenguajes: siete artistas” se inauguraría a las siete de la noche. Un experimento debido tanto a los magros y tardíos recursos financieros del museo como a la decisión estética de abrir el espacio para las nuevas generaciones de curadores y museógrafos habilitados ---alguna vez deben comenzar su aprendizaje---, así como de los artistas emergentes o desconocidos en la pequeña ciudad de Lagos de Moreno, tan cerrada, provinciana, patriarcal y conservadora en su superficie como abierta, bullente, polimórfica y liberal en su interior.
De eso se trata, me dije a mí mismo, de hacer visible lo que se mantiene oculto, mientras apilaba en la caja de la troca treinta sillas prestadas por el generoso campus universitario, y me marchaba luego, junto con Daniel Aranda y Carlos Vargas, los recién entrevistados, a recoger un piano eléctrico también prestado por la misma institución, donde un joven músico local, Everardo Ruiz, interpretaría durante la apertura de la muestra obras de Bach, Beethoven y Satie.
Y yo pensaba: en mi fin está mi comienzo, escribió el poeta Eliot. En el mío también: ahora debo pedir, cargar, bajar, clavar, colgar, barrer y frecuentemente pagar de mi bolsa en el museo que dirijo. No me quejaba de mi karma: sólo me ponía al día con sus circunstancias.
Por fin llegamos al Agustín Rivera, donde ya me aguardaban las novedades. Los padres de una de las expositoras, Eréndira Díaz Barriga Esponda, la mejor artista plástica del grupo de siete, se habían apersonado minutos antes para retirar sus notables cuadros informándome, mediante un pliego de papel, caligrafía y argumentos dieciochescos, que su hija abandonaba la exposición como una enérgica protesta ante la imagen empleada en la invitación de la misma, un rostro femenino hecho en vexel cuya mano yergue el dedo medio en el cual está escrita la palabra “love”, obra de Carlos Vargas y para ellos burla obscena que ofendía la decencia y las buenas costumbres del pueblo de Lagos.
El primer acto lo gané. Hablé con el padre, quien también es artista visual, y lo hice entrar en razón. Exigí que el retiro de la obra me lo informara directamente la expositora, mayor de edad. Le recordé que él mismo había expuesto no hacía mucho en esas ecuménicas salas, que el arte es libre y debía serle fiel a su gremio, que podía acusarlo de haber irrumpido en un recinto federal para sustraer obra que no era suya. En fin, hasta de semántica discutí. Se dio cuenta del gafe, del pancho, del oso que estaba haciendo, aun en Lagos. Y se deslindó. Propuso hablar telefónicamente con la hija, cosa que acepté.
---Pero trae a tu mujer. Esto es cosa de ella, no tuya ---le dije, conociendo a la pareja como todo el pueblo la conoce.
Llegó la inquisidora, caminando con trabajos pues además está físicamente impedida. Sardónica sonrisa congelada en la boca, rabia apenas controlada y hablando sin parar, acompañada por su hijo menor, potencialmente más violento que ella. Recordé el axioma: madre sicótica, hijo sicótico. La llamada a Eréndira fue tormentosa. Antes de pasarme la bocina, mientras chantajeaba a la hija, la señora me espetó, con un excitado brillo en sus malignos ojos:
---¡No nos avisaste que además habría una mesa redonda sobre diversidad sexual!
Entendí entonces uno de los fondos del sucio asunto: el sexo. El otro lo sabría más tarde, gracias a la perspicacia de mi mujer: la envidia de la madre, quien sin lograrlo intentó ser artista plástica, ante el rotundo talento de la hija. Los restantes: la intolerancia, la censura y la doble moral, quedarían inscritos en carteles pegados en los cinco espacios vacíos para explicar el atrabiliario retiro de los cuadros.
Porque el segundo acto lo perdí. Si bien en la primera llamada la joven pintora aceptó que los cuadros se quedaran, al rato regresó el vehemente hermano para comunicarme de nuevo con ella. Pidió perdón una y otra vez por no aguantar la patología maternofilial, se deshizo en llanto y corroboró el retiro de su obra.
Pero el tercer acto terminó victorioso: la exposición fue un éxito gracias, en parte, a la censura de la desagradable señora y su medicable hijo. Ventajas de estar en un pueblo donde todo se sabe de inmediato. No sólo no le avisé a la rabiosa guardiana de la moral autoritaria que de la exposición se desprenderá una mesa sobre los tantos modos de amar y la civilizada tolerancia, tampoco le dije, por ejemplo, que Alena, joven participante en la muestra, expondría en la planta alta del museo fotos lésbicas y homosexuales y que por allí andarían sus modelos entre el nutrido sector gay laguense.
Hay muchas cosas que no le dije pues pienso que por sabidas se callan: que la obscenidad está en la mirada, que la degeneración se aloja en la mente, que el mundo cambió y es irreparablemente múltiple, que la moral teísta no existe, que la paja en el ojo ajeno impide ver la viga en el propio. Que se trata de un brote epistémico, del surgimiento de nuevas formas, aun aquí en los castillos de la pureza, entre madres tan oscuras como ella, entre madres tan medusas que petrifican.
Fernando Solana Olivares.
De eso se trata, me dije a mí mismo, de hacer visible lo que se mantiene oculto, mientras apilaba en la caja de la troca treinta sillas prestadas por el generoso campus universitario, y me marchaba luego, junto con Daniel Aranda y Carlos Vargas, los recién entrevistados, a recoger un piano eléctrico también prestado por la misma institución, donde un joven músico local, Everardo Ruiz, interpretaría durante la apertura de la muestra obras de Bach, Beethoven y Satie.
Y yo pensaba: en mi fin está mi comienzo, escribió el poeta Eliot. En el mío también: ahora debo pedir, cargar, bajar, clavar, colgar, barrer y frecuentemente pagar de mi bolsa en el museo que dirijo. No me quejaba de mi karma: sólo me ponía al día con sus circunstancias.
Por fin llegamos al Agustín Rivera, donde ya me aguardaban las novedades. Los padres de una de las expositoras, Eréndira Díaz Barriga Esponda, la mejor artista plástica del grupo de siete, se habían apersonado minutos antes para retirar sus notables cuadros informándome, mediante un pliego de papel, caligrafía y argumentos dieciochescos, que su hija abandonaba la exposición como una enérgica protesta ante la imagen empleada en la invitación de la misma, un rostro femenino hecho en vexel cuya mano yergue el dedo medio en el cual está escrita la palabra “love”, obra de Carlos Vargas y para ellos burla obscena que ofendía la decencia y las buenas costumbres del pueblo de Lagos.
El primer acto lo gané. Hablé con el padre, quien también es artista visual, y lo hice entrar en razón. Exigí que el retiro de la obra me lo informara directamente la expositora, mayor de edad. Le recordé que él mismo había expuesto no hacía mucho en esas ecuménicas salas, que el arte es libre y debía serle fiel a su gremio, que podía acusarlo de haber irrumpido en un recinto federal para sustraer obra que no era suya. En fin, hasta de semántica discutí. Se dio cuenta del gafe, del pancho, del oso que estaba haciendo, aun en Lagos. Y se deslindó. Propuso hablar telefónicamente con la hija, cosa que acepté.
---Pero trae a tu mujer. Esto es cosa de ella, no tuya ---le dije, conociendo a la pareja como todo el pueblo la conoce.
Llegó la inquisidora, caminando con trabajos pues además está físicamente impedida. Sardónica sonrisa congelada en la boca, rabia apenas controlada y hablando sin parar, acompañada por su hijo menor, potencialmente más violento que ella. Recordé el axioma: madre sicótica, hijo sicótico. La llamada a Eréndira fue tormentosa. Antes de pasarme la bocina, mientras chantajeaba a la hija, la señora me espetó, con un excitado brillo en sus malignos ojos:
---¡No nos avisaste que además habría una mesa redonda sobre diversidad sexual!
Entendí entonces uno de los fondos del sucio asunto: el sexo. El otro lo sabría más tarde, gracias a la perspicacia de mi mujer: la envidia de la madre, quien sin lograrlo intentó ser artista plástica, ante el rotundo talento de la hija. Los restantes: la intolerancia, la censura y la doble moral, quedarían inscritos en carteles pegados en los cinco espacios vacíos para explicar el atrabiliario retiro de los cuadros.
Porque el segundo acto lo perdí. Si bien en la primera llamada la joven pintora aceptó que los cuadros se quedaran, al rato regresó el vehemente hermano para comunicarme de nuevo con ella. Pidió perdón una y otra vez por no aguantar la patología maternofilial, se deshizo en llanto y corroboró el retiro de su obra.
Pero el tercer acto terminó victorioso: la exposición fue un éxito gracias, en parte, a la censura de la desagradable señora y su medicable hijo. Ventajas de estar en un pueblo donde todo se sabe de inmediato. No sólo no le avisé a la rabiosa guardiana de la moral autoritaria que de la exposición se desprenderá una mesa sobre los tantos modos de amar y la civilizada tolerancia, tampoco le dije, por ejemplo, que Alena, joven participante en la muestra, expondría en la planta alta del museo fotos lésbicas y homosexuales y que por allí andarían sus modelos entre el nutrido sector gay laguense.
Hay muchas cosas que no le dije pues pienso que por sabidas se callan: que la obscenidad está en la mirada, que la degeneración se aloja en la mente, que el mundo cambió y es irreparablemente múltiple, que la moral teísta no existe, que la paja en el ojo ajeno impide ver la viga en el propio. Que se trata de un brote epistémico, del surgimiento de nuevas formas, aun aquí en los castillos de la pureza, entre madres tan oscuras como ella, entre madres tan medusas que petrifican.
Fernando Solana Olivares.
1 Comments:
Lo que ya sabía, pero en sus palabras maestro. Ojalá pueda volver a charlar con usted, y no, no por lo de "la grilla", prefiero no hablar de algunas cosas para que no sean malinterpretadas, o de otras para que no sean reiteradas...
¿Quién dijo moral?
Es mejor enfrentarse en lugar de callar. ¿Notó usted que estaba anotando algunas cosas durante la inauguración?, pues espere algún reporte.
Saludos, le deseo del karma una buena correspondencia.
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