AMANDO A LA REINA.
La Revolución Francesa, ese horror sangriento del que nació la modernidad, fue brutal con la reina, más aún que con el rey, porque María Antonieta, la calumniada “austriaca”, como era llamada despectivamente, concentraba el odio popular inducido por sus enemigos, quienes abundaban en número mucho mayor que los de su esposo, Luis XVI.
Primera escena: ella llega, joven archiduquesa, enviada por su madre, María Teresa de Austria, a casarse con el delfín de Francia, otro imberbe. En su tragedia estuvo ser tan bella, como mostró al ser desnudada por exigencia protocolar de los franceses, a quienes ahora pertenecía, y dejar detrás de sí toda prenda y todo objeto provenientes de su origen. La entrega se efectuó, después de arduas negociaciones diplomáticas entre las cortes, en una deshabitada islita de arena en el Rhin, entre Kelh y Estrasburgo, a la mitad de los dos reinos.
Al verlo subrepticiamente días antes de la ceremonia, el entonces adolescente Goethe se quejó con vehemencia del mal presagio que significaba para la futura reina un gobelino colgado en el gran salón donde María Antonieta entraría como archiduquesa y saldría como delfina, representando “lo más inconveniente posible para una solemnidad de bodas” ---escribe Stefan Zweig en su gran biografía sobre la desdichada reina, uno más de los tantos fieles, si no de María Antonieta directamente, sí de la incomparable fatalidad de su predestinación---: la leyenda de Jasón, Medea y Creusa. Su madre, la reina María Teresa, quien ha arreglado la importante y delicada boda que tejerá alianzas estratégicas entre los habsburgo y los borbones, la deja partir de Viena hacia París teniendo un amargo presentimiento sobre su destino. Nunca más volverá a verla.
Segunda escena: Los primeros tiempos en Versalles fueron locos y felices, deliciosamente irresponsables, y no importaron los siete años que el indeciso Luis XVI tardó en obtener la virginidad de su adorable reina y frecuentar su lecho, dirían los antiguos, para hacer obra de varón. Dicha indecisión será su signo, su mal fario hasta el final: actuando tarde, huyendo tarde, decidiendo tarde ante la sistemática demolición de su majestad hasta el patíbulo.
Todo se le permitió a María Antonieta, quien partía hacia la Ópera y las noches parisinas rodeada de alegres jóvenes aristócratas y cubierta por un antifaz desde Versalles. Organizaba casinos y jugaba, necesitada siempre de dinero para más moda y más diversión. Pero el amante llegó después. Una reina frívola que no se sentía atraída por su tarea, que no quería comprender el tiempo sino matarlo. Coge la corona, escribe su biógrafo, como si fuera un juguete, no quiere utilizar el poder sino gozar de él. Su error fatal: desear triunfar como mujer en vez de hacerlo como reina. Jovencita descocada, reina frívola del rococó.
Tercera escena: El presente se funda en el pasado. El colapso de los borbones comenzó cuando el autócrata Luis XIV levantó en Versalles el palaciego símbolo de ello, un deslumbrador altar a su propia persona, y la corte dejó París: irreparable ruptura con la cual el rey anunció a Francia que él lo era todo y el pueblo nada. El camino de regreso lo caminarían sus descendientes obligados por la violenta plebe, por vendedoras del mercado, por prostitutas y madrotas.
Cuando todo estalla, con María Antonieta mediáticamente convertida en la bruja puta que debe ser sacrificada junto con su hijo, el sucesor del rey ejecutado, según pedían los inmundos libelos que algunos jefes revolucionarios publicaban contra ella, ocurre una inesperada metamorfosis: el dolor convierte a María Antonieta por fin en reina. Su marido no lo logra, ningún aprendizaje hay para el limitado rey indeciso, que nunca altera su parsimonia dubitativa originada por el vacío. Llega el final de la estirpe reinante cuando le toca el último turno a un sucesor cuyas únicas pasiones son la caza y la cerrajería, mientras se es rey de un país que hierve entre un orden que se destruye.
Durante su reinado María Antonieta jamás salió de un radio de no de más de quince kilómetros. Viajó por Francia en un coche con las cortinas cerradas intentando huir. Pero la dignidad postrera con que encaró su destino fue conmovedora, una expiación. Luego se dirá que en el dolor nos hacemos y que en el placer nos gastamos. La amaron muchos entonces, como aun ahora, carceleros, guardianes y verdugos. Hasta los jefes revolucionarios se refinaban en su presencia. Ese poder curativo, esencialmente femenino, no lo pudo aplicar en ella misma. En su recuerdo sí.
Fernando Solana Olivares.
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