BUSCANDO EL SENTIDO.
El sentido del mundo se encuentra entre las cosas. De no estar ahí es un falso problema pues es inútil buscar lo que no existe. El sentido de la existencia se localiza donde uno está. Y como el ensueño (la raíz del mal, según Simone Weil) nos evita estar completamente donde estamos, el sentido se escapa porque la atención se halla constantemente distraída.
Entonces el sentido no es más que la atención misma. No lo que se ve sino cómo se ve; lo intensa, atentamente que se mire el fenómeno. Lograrlo sin duda es un arte, una iluminación. Todo acto creativo de cualquier tipo supone el cultivo de esa virtud, cuyo desarrollo sostenido es la enseñanza de muchos si no es que de todos los caminos espirituales y estéticos: Proust escribe que toda virtud es energía, y la atención lo es.
En tal lógica, pues, debe aceptarse algo muy difícil: que el acontecimiento es adorable porque representa la forma que lo real elige para ser. ¿Cualquier acontecimiento? La respuesta es sí, cualquiera. He ahí la insalvable dificultad de no seleccionar las cosas y aceptarlas conforme aparecen. Maximiliano tuvo ese temple en los últimos días de su efímero imperio mexicano. Pero antes no.
Alfonso Reyes, quien no parece apiadarse de la infortunada pareja, dice de Maximiliano aquello evidente: mucha gente le abrió los ojos sobre las adversas condiciones de su aventura pero él no quiso hacerlo, tercamente enamorado y empeñosamente ambicioso de un “juguete explosivo”. Sobre Carlota también opina con justicia casi objetiva: arbitrariedad, entrometimiento y audacia ignorantes, “más cuando viste faldas”.
El biógrafo Conte Corti recuerda que mientras más adversa se hacía la suerte del emperador, más crecía su pundonor y su figura. Era el primero en las líneas de fuego de las trincheras del sitiado Querétaro, acaso buscando un balazo heroico que pusiera fin a lo que estaba por suceder. Se preocupaba por los pocos leales que lo habían seguido más que por él mismo como si asumiera un sacrificio heroico. El día que los sitiadores juaristas tomaron Querétaro y aprehendieron a Maximiliano sonaron las campanas de todos los templos y la ciudad cantó “Mamá Carlota” como un satírico y vociferante adiós.
Para ese día la demencia ya actuaba en la joven y abatida emperatriz que había viajado a Europa para implorar inútilmente a Napoleón III ---el artífice del imperio enfermo, según Reyes, de aquella epidemia de estupidez que cundió por los tronos de Europa a mediados del siglo XIX--- que ordenara la permanencia de las tropas francesas en México, y suplicar al papa la buena voluntad del clero mexicano hacia el fugaz emperador, enemigo suyo por la ratificación de las leyes juaristas de desamortización de bienes de manos muertas. Otra asimetría del personaje: emperador ungido ilegalmente y gobernante liberal.
Carlota deambulaba entonces por los solitarios salones del palacio de Miramar clamando que su esposo era el soberano del universo. Viviría hasta anciana en el castillo belga de Bouchot con el espíritu trastornado por monomanías persecutorias. Antes, en sus raptos de lucidez, pudo saber el desenlace del atrevimiento mexicano y acaso lamentar el costo de la trágica frivolidad.
El vicio de Maximiliano fue escuchar solamente lo que quería oír. Vivía un ensueño metódico: pedía consejo a otras personas, pero al final seguía sus íntimos deseos. Y a su alrededor dejaba correr la opereta mexicana de tres intrigantes ventajosos y al fin meros aficionados políticos: José María Gutiérrez de Estrada, José Hidalgo y Juan Nepomuceno Almonte, para establecer un imperio salido de la nada, una ocurrencia entre delirante y fantasmal.
¿Dónde estuvo el sentido en todo ello? En su mero suceder. No en las moralejas que podrían desprenderse de lo ocurrido, en la perspectiva diacrónica o historiográfica que la efeméride ofrece, sino en lo inmutable o fijo, en la perspectiva sincrónica del hecho humano donde una y otra vez se repite la condena de la conciencia que confunde la naturaleza de lo real y proyecta en ella, falseándola, su subjetividad, su tóxico ensueño.
“La percepción librada de la imaginación es discernimiento”, escribió Simone Weil. Los nuevos espacios de significación de los fenómenos deben surgir contra el sentimentalismo que confunde el deseo con la voluntad, el hecho en sí mismo contra su interpretación emocional. Es toda una tarea, dicen las voces autorizadas, ver el mundo como éste de verdad es. Mirarlo así es desprenderse de todo lastre cultural para saber que vivimos entre espejismos mentales: la desatención.
Fernando Solana Olivares.
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