PERSONAS NO HUMANAS
Una juez de Buenos Aires reconoció en 2015, según cuenta El País, el estatuto de “persona no humana” para Sandra, una orangután recluida en el zoológico. Su sentencia la consideraba como un sujeto no humano titular de derechos fundamentales, y señalaba que su cautiverio y exhibición pública los violaba, así Sandra fuera bien alimentada y tratada sin ninguna crueldad.
Antes, en julio de 2012, se había dado a conocer la Declaración de Cambridge firmada por importantes especialistas en neurología. Su conclusión decía: “El peso de la evidencia indica que los seres humanos no son los únicos que poseen los sustratos neurológicos necesarios para generar conciencia. Animales no humanos, incluyendo todos los mamíferos y pájaros y muchas otras criaturas, entre ellas los pulpos, también poseen esos sustratos neurológicos”.
La determinación histórica del concepto de conciencia supone la existencia de lo que la filosofía llama una esfera de la interioridad. Esto significa no solamente la cualidad de conocimiento que la mente logra a través de los contenidos síquicos que capta interna y externamente, sino también una actitud que se ha llamado “retorno a sí mismo”. Platón, en definición legendaria, la llamó “el diálogo interno del alma consigo misma”.
No hay ningún elemento para negar a los animales ese retorno a sí mismos, el diálogo interno con su alma, salvo nuestra radical ignorancia al respecto. Y también el narcisista y cruel antropocentrismo, parte esencial de nuestra violenta civilización. La violenta teología cristiana materialista entrega a la pareja adánica la propiedad de toda la tierra y de sus creaturas sin ninguna restricción: que “señoree” sobre ellos, como manda Dios en la Biblia. Una interpretación más cristiana humana vendrá después, cuando se diga que Jesús murió en la cruz no solamente para expiar los pecados humanos, sino para recordar a los seres humanos su función olvidada de “mediadores” entre los órdenes que las cuatro direcciones de la cruz indican: arriba, lo divino; abajo, lo subterráneo; a los lados, el mundo animal y vegetal.
Ninguna otra cosmogonía, los cuentos de nuestros orígenes, rechaza la zoomorficación de los dioses tan tajantemente como lo hace la judeocristiana. En las demás el antropocentrismo no es dominante porque sólo representa otro estado del ser, producto todos de causas anteriores al nacimiento. La noción budista de samsara, el ciclo de las existencias condicionadas al que todos los seres incesantemente están sujetos, describe seis destinos. Tres de ellos se consideran malos, y en ellos el sufrimiento es intenso.
Los infiernos, fruto de un karma de cólera o de odio en donde, sin que el castigo sea eterno pues para el budismo nada lo es, los seres sufren profundamente. El dominio de los espíritus hambrientos, fruto de la avidez y la avaricia, un mundo de privación extrema. El de los nacimientos animales, que provienen de lo que la explicación canónica llama fruto de la estupidez y conducen a un mundo sin libertad.
La diferencia entre los dos primeros destinos y el tercero es que éste se manifiesta físicamente ante los sentidos humanos y animales. Los dos comparten su forma de estar en el mundo: percibiéndolo y viéndose entre sí. El quinto destino, el de los asuras o titanes, seres poderosos dominados por la envidia y los celos que luchan entre ellos sin cesar, es imperceptible. Igual que el sexto, el de los dioses, seres bienaventurados que se caracterizan por el orgullo y la autosatisfacción, pero cuya terminación es aún más dolorosa.
La doctrina oriental dice que el mejor estado para nacer es el humano. El más precioso y dotado de cualidades (una afirmación harto difícil de creer en estos inhumanos días oscuros). El nacimiento humano viene del deseo y causa un sufrimiento adecuadamente intenso para suscitar la voluntad de liberación, la cual es posible alcanzar con un método o una práctica (no de inmediato, como quiere el compulsivo y ansioso tiempo de estos días, sino luego de siete existencias, según dice el budismo, quien llama a esta operación “entrar en la corriente”).
De ahí que los seres humanos tengan la obligación de reconocer los derechos animales. Quién sabe si la civilización posea tiempo histórico para lograrlo de un modo que vaya mucho más allá de la banal fiebre contemporánea de sobrehumanización de los perros, aquellos seres a los que efectivamente, según afirma la frase que se atribuye a Federico II, mientras más se conoce a los seres humanos más se les quiere. No tanto como se les idolatra en las ciudades por aquella función emocional que cumplen para los posmodernos y solitarios de esta hora, los de las relaciones líquidas.
El péndulo social va a los extremos y buenas iniciativas parecen volverse parodias. Es más difícil amar a los seres humanos, lo cual no debiera ser excluyente para seguir amando a nuestras mascotas y avanzar hacia el respeto integral de toda forma viviente.
Mientras leo este texto a Jonás, mi perro de raza solovino, me contempla con una cortés y cariñosa indiferencia. Luego se echa en posición de esfinge y se queda mirando al vacío. Ha retornado a sí mismo.
Fernando Solana Olivares
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