ACTOS GRATUITOS
El viejo comerciante de telas abre su tienda todos los días a la misma hora. Pocas veces llegan clientes porque Damasco, la legendaria ciudad donde vive, está en guerra. Pero él lo hace pues ahí están sus raíces y piensa que si las pierde lo perdería todo. Las jornadas se suceden solitarias y monótonas. Mañana abrirá de nuevo. Sin solución de continuidad, como dicen los clásicos, hasta que alguna vez todo termine y la tienda no vuelva a levantar su cortina. En tal perseverancia habrá un sentido. Nadie más que él lo conocerá.
Marguerite Yourcenar terminó una mañana de verano su novela Obra negra y tendida en una hamaca repitió más de trescientas veces el nombre de Zenón, el médico protagonista de la obra que acababa de morir. Esa repetición fue una salmodia que se pronunció sola. La escritora se entregó al acto gratuito de la invocación, como el agua ocupa cualquier espacio porque se adapta a él. Tal era su sabiduría: amasar el pan, barrer el umbral, recoger madera muerta luego de las noches de mucho viento. Como si tuviera sentido, así lo adquiría.
La penumbra envuelve los movimientos de esa modesta mujer que sale todas las madrugadas a barrer la acera de su casa. Su invariable regularidad es el reloj de los madrugadores del pueblo. Quienes se cruzan con ella van a sus oficios por razones personales. El viejo egoísmo humano se echa a andar para que el carnicero despeje su negocio, el panadero horneé a tiempo el pan y la lechería abra oportunamente sus puertas. Pero en ella no está en juego esa razón. Cuando alguien le pregunta por qué lo hace ahora sólo se ríe. Antes todavía explicaba lo que ninguno iba a entender: no hay un por qué.
“Ningún alimento sano se atrapa con red ni trampa” escribió el visionario poeta William Blake en sus Proverbios del Infierno. Borges dijo de él que fue el menos contemporáneo de los hombres. Enfermo, el último de sus días lo pasó trabajando en una serie de ilustraciones sobre Dante. Su mujer lloraba junto a la cama donde yacía. De pronto le pidió que no se moviera y comenzó a dibujarla. La veía como un ángel y la representó con devoción. Luego murió. Con el tiempo aquel dibujo se perdería. Varias veces se ha dicho que fue encontrado. No hay tal. Su sentido fue efímero.
Aquel músico asiste todas las noches a su taller de composición. Después de impartir largas horas de clase llega desfondado al pequeño departamento donde vive solo. Está componiendo una pieza instrumental a la que le dedica el par de horas diarias que todavía resiste despierto. Avanza con dificultad y cansancio en la obra, buscando combinaciones melódicas que no se le revelan. Apenas está escribiendo el inicio y sabe que no vivirá para terminarla. Pero cada vez que se encuentra con se comporta como si fuera a lograrlo. A veces actúa como si la hubiera terminado. Esas noches la termina.
El ama de casa arregla todos los días su casa. La mira como un santuario y también como un quirófano. Sabe que la perfección no existe pero secretamente la está buscando. Cree encontrarla en los dobleces de las telas o limpiando el rincón que nadie ve. Después habla con las plantas y hace la comida. Algunas mañanas ha creído que la rutina es su tabla de salvación, que ordena el pensamiento frenético e induce tranquilidad. El marido y los hijos lo dan todo por descontado, la consideran simple y servicial. Un acto gratuito cuyo discernimiento nada más ella percibe.
El mimo está en el crucero actuando para nadie. Un hombre detenido en el alto desvía la mirada, ignorándolo ostensiblemente. El otro está embebido en su teléfono celular. Sólo un par de niños lo observan desde la esquina. Empuja su pelota con dos bastones y la hace girar velozmente de uno a otro. Logra lanzarla y recibirla después sobre el pequeño círculo del bastón con pericia circense. Algunas otras fantasías con la esfera completan su espectáculo. El mimo no recibe nada. Dirige su caravana hacia los niños. Para él tuvo sentido.
Trazando un retrato de Natalie Barney, la poeta y novelista avecindada en París, Marguerite Yourcenar reconoció su suerte al haber vivido en una época en la que noción de placer todavía era una noción civilizatoria pues ya no lo es, al lograr huir de las garras intelectuales de la modernidad sin haberse psicoanalizado ni convertirse en existencialista. Al no preocuparse por realizar actos gratuitos y permanecer fiel a las evidencias de su espíritu, de sus sentidos, de su “buen sentido común”. O por la proeza, siempre incomprendida, de llevar una vida libre según su voluntad.
Gratuito significa hacer algo de balde o de gracia. La palabra gratitud está contenida en el término. De ahí que la tradición pietista luterana establezca que pensar es un equivalente de agradecer. La vida se regula en instancias que no son visibles. El utilitarismo es lo contrario de la gratuidad. Hoy el sistema-mundo castiga y desdeña los actos gratuitos. Todo tiene precio, todo debe reportar utilidad. Pero vivir no es útil o inútil. Sócrates quiso aprender a tocar la flauta antes de morir. No había un porqué, sólo un espontáneo hacer.
Fernando Solana Olivares
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