NUESTRA SEÑORA DEL POTALA / y II
Una frase apócrifa del canon griego afirma que cuando las formas y los ritmos cambian se producen cambios en los acontecimientos humanos más importantes. La poderosa irrupción de Oriente en Occidente durante el siglo diecinueve se había hecho visible desde la filosofía de Schopenhauer y Nietzsche hasta el simbolismo europeo. Sobre todo a través de sus representaciones visuales y escultóricas, las cuales mostraban una concepción filosófica radicalmente distinta al materialismo frenético y al racionalismo cartesiano del momento.
Si bien Alexandra ya había entrado desde los trece años en contacto con la mitología budista cuando estudiaba en un liberal colegio religioso de Bruselas, fue aquella mañana del Museo Guimet parisino que la profunda serenidad en la expresión de budas y bodhisattvas, junto con el misterioso vacío de las pinturas chinas y japonesas, la decidieron a dedicar su vida al estudio y a la práctica de esa antigua y venerable ciencia del espíritu.
En febrero de 1924, después de entrar a Lhassa disfrazada de dama lama y visitar el Potala, el legendario y vaticanesco palacio del Dalai Lama ---en aquel momento el decimotercero del linaje---, peregrinando en mendicidad por cientos de kilómetros durante meses, dueña de un tibetano culto pero con un extraño acento que se cuidaba de no mostrar durante largas partes del trayecto que hacía al lado del lama Yongden, su hijo adoptivo, escribió al comprensivo marido, Louis David, su querido Mouchy, del cual llevaba años lejos y a quien no volvería a ver con vida:
“He realizado satisfactoriamente el paseo que inicié cuando te mandé la última carta”. Le llamaba simplemente paseo a una hazaña que abriría, como si fuera una bisagra, la fusión de horizontes que representaba aquel encuentro de culturas, el suceso más importante del siglo veinte (Mircea Eliade) o la posibilidad de que la civilización global tenga un futuro (Arnold Toynbee), como se quiera.
Era una forma de eludir la censura de los ingleses, contra cuya prohibición expresa había ingresado al Tíbet y llegado a Lhasa, pero también representaba una palabra engañosamente ligera empleada con toda intención, una perspectiva propia y distinta. Alexandra siempre sería una paseante sabia de las altas planicies espirituales, tanto geográficas como mentales, y en ellas recibiría enseñanzas e iniciaciones rituales bajo la dirección de sabios y con los objetos ortodoxamente simbólicos: el cáliz, el rosario, los anillos, los mantos, los textos sagrados. Su peregrinar representaba un paseo, una búsqueda fantástica y mística, pero un paseo al fin.
“De momento confórmate con saber que llegué a Lhassa hecha un auténtico esqueleto. Cuando me paso una mano por el cuerpo, encuentro apenas una fina capa de piel cubriendo los huesos”. La dama aristocrática, rutilante, cantante por alguna temporada, ahora, ya cincuentona, se disfrazaba con aumentos de pelo de yak en la cabellera, comía con los dedos en la misma escudilla, no se bañaba y tenía el rostro tiznado para ocultar el color de su tez y sus rasgos extranjeros, llevaba dedos ennegrecidos que varias veces estuvieron a punto de delatar su origen al mojarlos y despintarse en el té con mantequilla, alimento acostumbrado.
David-Neél había cumplido un anhelo confiado a Mouchy: escribir, viviéndola, una Ilíada oriental. También era una Odisea, el regreso del héroe sin género, la historia de una Ulises mañera, capaz de seguir la senda atrevidísima de su voz interior, superar graves pruebas físicas e intelectuales ---literalmente hazañas del cuerpo y la voluntad que rozan lo inexplicable---, dejar detrás de sí el mundo conocido, los afectos y las posesiones, para retirarse a la soledad y aprender, bajo la dirección de maestros calificados, miembros de la élite intelectual y mística lamaísta, lo que ningún occidental, hombre o mujer, había hasta entonces experimentado.
En 1942 la benemérita editorial madrileña Espasa-Calpe publicó el libro más pintoresco de Alexandra, un tono divulgativo que debía adoptar para ganar dinero con publicaciones dirigidas al público en general: Místicos y magos del Tíbet. En él aparecen portentos, como el del Tumo, una técnica psicofisiológica que permite a sus practicantes secar con la mente sábanas heladas puestas sobre su cuerpo en las altas montañas del Himalaya.
Pero debe leerse sobre todo como una Iliada-Odisea en la que resuenan ciertos ecos de El Quijote ---otra confesión de preferencias literarias hechas por la viajera a Mouchy---, con una temática nueva cuya materia narrativa es lo físico y lo espiritual. Esta condición, presente por primera vez en la literatura occidental, significa una mutación. Un salto cuántico, dicho en posmoderno.
Otros libros son más abstractos, propios del nivel donde los rituales y los panteones beatíficos o demoniacos son vistos como religión para niños. Proponen sabidurías y métodos lógicos que la lectura atenta puede poner en práctica.
Anótese en la cuenta el contacto que entre Oriente y Occidente construyó Nuestra Señora del Potala. Una acción más del Eterno Femenino. Murió a los 101 años de edad. Estaba intacta.
Fernando Solana Olivares
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