NOSOTROS, LOS SUPERFICIALES
Tantos siglos de oscurantismo racionalista han hecho de nosotros, habitantes últimos de la modernidad, seres mutilados que viven en el mundo de la superficie, aquello que Ken Wilber ---el gran sintetizador integral de nuestros días desfavorecidos--- llama “el Imperio de los Descendentes”. El mundo plano y desvaído de las formas sensoriales ininterrumpidas, el mundo anodino de las superficies monótonas y carentes de valor, donde el dios del capitalismo, del marxismo, del industrialismo, del dinero y el consumo, el dios del éxito (la ideología más falsa en circulación, según Alice Miller), solamente puede verse con los ojos, registrarse con los sentimientos, venerarse con las sensaciones y agotarse en los objetos. “El mundo monocromo de la localización simple” que se toca con los dedos, el mundo empírico y material más allá del cual se cree que no hay nada, ni dimensiones superiores o más profundas ni estadios ascendentes de evolución de la conciencia humana.
Las razones de este deplorable estado de decadencia son muchas y muy antiguas. Escribiría Jean Brun que “el hombre ya no es el que camina mirando hacia lo alto, como sugería una etimología fabulosa del Cratilo; se ha convertido en un ser que se arrastra y se hunde en las tinieblas”. La pérdida del centro ocurrió a partir de que los hombres dejaron de contemplar lo que estaba arriba de ellos y aun a los lados para abismarse en la contemplación de sí mismos. La muerte de Dios derivó en la deificación de lo humano, ese esfuerzo supremo, como lo designa Brun, de “autoidolatría”, cuando el mundo y el cosmos se convierten en prisión y en caos y no queda otra cosa más que “el soplo helado del vivir-solo” nietzscheano.
Sin embargo, para Ken Wilber el asunto va más allá tanto del rechazo tajante como de la celebración acrítica acerca de la visión racionalista-industrial que caracteriza a la modernidad. Y si bien acepta que nos hemos aproximado al límite civilizacional de dicha visión, no deja de apreciar los inmensos logros humanos que la modernidad (“la visión general del mundo sostenida por la Ilustración”) ha traido consigo, logros que deben ser incorporados en una nueva perspectiva humana más equilibrada, más global y más integradora: “la instauración de la democracia, la abolición de la esclavitud, el surgimiento del feminismo liberal, la diferenciación entre el arte, la ciencia y la moral, la emergencia de la ecología y las ciencias sistémicas, la ampliación de la esperanza de vida, la irrupción de la relatividad y el perspectivismo en diversos dominios del pensamiento y de la creación, el paso de una moral etnocéntrica a una moral mundicéntrica y, en general, la superación, en muchas y muy significativas formas, de las jerarquías sociales de dominio”.
Wilber desestima a quienes se dedican a criticar a la modernidad mientras hipócritamente disfrutan de sus beneficios, lo mismo a aquellos, “frívolos paladines del progreso continuo”, ignorantes de los graves problemas que la modernidad no ha podido ni podrá resolver, es decir, “las limitaciones inherentes a la visión racionalista-industrial del mundo”. Trascender e incluir a la modernidad en un nuevo modelo de mundo significa trascender el racionalismo y la industrialización mediante dos grandes y definitivas acciones: abrir la conciencia humana a modalidades de la misma que vayan más allá de la razón, y construir estructuras tecnológicas y económicas que vayan más allá de la industrialización: “una transformación de la conciencia que tenga lugar en el seno de una transformación de las instituciones”.
Dicha apertura de la conciencia exige superar la cultura predominante compuesta por el liberalismo ateo y por el conservadurismo fundamentalista que desdeñan toda espiritualidad verdadera. Ahora bien, ¿qué entiende Wilber por Espíritu y qué no entiende por él? El Espíritu no es: a) un estado particular o diferenciado de la conciencia, aunque desde luego hay estados superiores de la misma que acercan al sujeto a manifestaciones espirituales más directas; b) una ideología concreta o una creencia religiosa que contenga más espiritualidad que otras; c) un dios o una diosa preferidos por un dogma determinado que establezca una revelación “verdadera” a diferencia de las que arbitrariamente se considera que no lo son.
Para Wilber, siguiendo tanto a pensadores occidentales como orientales, el Espíritu es “la totalidad del proceso de desarrollo, un proceso infinito que, aunque se halla completamente presente en cada uno de los estadios finitos, deviene cada vez más accesible en cada nueva apertura evolutiva”. Y está presente en todos los planos de la existencia humana ---físico, emocional, mental, social, cultural, espiritual---, así nosotros, los superficiales habitantes del mundo plano creamos o que no existe, o bien que sólo se muestra a los especialistas (sus supuestos intermediarios) y en los lugares especializados (los templos de los devotos).
La palabra griega hairesis, herejía, significa elección. Bienvenida sea entonces esta nueva e inteligente elección, esta extraordinaria herejía contemporánea acerca del Espíritu, que a la vez es tan antigua como todo lo humano: el mundo se está deshaciendo porque otro mundo es posible, aun aquí y ahora cuando el Imperio de lo Descendente resulta insoportable y perturbador. Pero también inevitable, como en la siguiente entrega de esta columna se verá. Para superar algo es necesario integrarlo en un sistema superior. Toda semilla germina en la oscuridad, toda originalidad consiste en regresar al origen.
Fernando Solana Olivares
Las razones de este deplorable estado de decadencia son muchas y muy antiguas. Escribiría Jean Brun que “el hombre ya no es el que camina mirando hacia lo alto, como sugería una etimología fabulosa del Cratilo; se ha convertido en un ser que se arrastra y se hunde en las tinieblas”. La pérdida del centro ocurrió a partir de que los hombres dejaron de contemplar lo que estaba arriba de ellos y aun a los lados para abismarse en la contemplación de sí mismos. La muerte de Dios derivó en la deificación de lo humano, ese esfuerzo supremo, como lo designa Brun, de “autoidolatría”, cuando el mundo y el cosmos se convierten en prisión y en caos y no queda otra cosa más que “el soplo helado del vivir-solo” nietzscheano.
Sin embargo, para Ken Wilber el asunto va más allá tanto del rechazo tajante como de la celebración acrítica acerca de la visión racionalista-industrial que caracteriza a la modernidad. Y si bien acepta que nos hemos aproximado al límite civilizacional de dicha visión, no deja de apreciar los inmensos logros humanos que la modernidad (“la visión general del mundo sostenida por la Ilustración”) ha traido consigo, logros que deben ser incorporados en una nueva perspectiva humana más equilibrada, más global y más integradora: “la instauración de la democracia, la abolición de la esclavitud, el surgimiento del feminismo liberal, la diferenciación entre el arte, la ciencia y la moral, la emergencia de la ecología y las ciencias sistémicas, la ampliación de la esperanza de vida, la irrupción de la relatividad y el perspectivismo en diversos dominios del pensamiento y de la creación, el paso de una moral etnocéntrica a una moral mundicéntrica y, en general, la superación, en muchas y muy significativas formas, de las jerarquías sociales de dominio”.
Wilber desestima a quienes se dedican a criticar a la modernidad mientras hipócritamente disfrutan de sus beneficios, lo mismo a aquellos, “frívolos paladines del progreso continuo”, ignorantes de los graves problemas que la modernidad no ha podido ni podrá resolver, es decir, “las limitaciones inherentes a la visión racionalista-industrial del mundo”. Trascender e incluir a la modernidad en un nuevo modelo de mundo significa trascender el racionalismo y la industrialización mediante dos grandes y definitivas acciones: abrir la conciencia humana a modalidades de la misma que vayan más allá de la razón, y construir estructuras tecnológicas y económicas que vayan más allá de la industrialización: “una transformación de la conciencia que tenga lugar en el seno de una transformación de las instituciones”.
Dicha apertura de la conciencia exige superar la cultura predominante compuesta por el liberalismo ateo y por el conservadurismo fundamentalista que desdeñan toda espiritualidad verdadera. Ahora bien, ¿qué entiende Wilber por Espíritu y qué no entiende por él? El Espíritu no es: a) un estado particular o diferenciado de la conciencia, aunque desde luego hay estados superiores de la misma que acercan al sujeto a manifestaciones espirituales más directas; b) una ideología concreta o una creencia religiosa que contenga más espiritualidad que otras; c) un dios o una diosa preferidos por un dogma determinado que establezca una revelación “verdadera” a diferencia de las que arbitrariamente se considera que no lo son.
Para Wilber, siguiendo tanto a pensadores occidentales como orientales, el Espíritu es “la totalidad del proceso de desarrollo, un proceso infinito que, aunque se halla completamente presente en cada uno de los estadios finitos, deviene cada vez más accesible en cada nueva apertura evolutiva”. Y está presente en todos los planos de la existencia humana ---físico, emocional, mental, social, cultural, espiritual---, así nosotros, los superficiales habitantes del mundo plano creamos o que no existe, o bien que sólo se muestra a los especialistas (sus supuestos intermediarios) y en los lugares especializados (los templos de los devotos).
La palabra griega hairesis, herejía, significa elección. Bienvenida sea entonces esta nueva e inteligente elección, esta extraordinaria herejía contemporánea acerca del Espíritu, que a la vez es tan antigua como todo lo humano: el mundo se está deshaciendo porque otro mundo es posible, aun aquí y ahora cuando el Imperio de lo Descendente resulta insoportable y perturbador. Pero también inevitable, como en la siguiente entrega de esta columna se verá. Para superar algo es necesario integrarlo en un sistema superior. Toda semilla germina en la oscuridad, toda originalidad consiste en regresar al origen.
Fernando Solana Olivares
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