Friday, April 29, 2011

OTRA DIRECCIÓN.

Una lectora amablemente me corrige: escribí Viernes de Dolores por Viernes Santo. Diré en mi descargo que hoy muchos de los viernes parecen ser de dolores. Otro lector generoso pregunta mi opinión sobre Javier Sicilia. Le cuento lo que me consta. Que lo conocí hace muchos años en la redacción de casadeltiempo, una revista universitaria. Se vivía entonces un conflicto laboral. El secretario de redacción y uno de los redactores de la revista acababan de ser despedidos por el director recién designado, quien había traído a Javier Sicilia para ocupar la secretaría vacante.
Le platiqué lo sucedido desde nuestra óptica, se enteró que reemplazaría a quien había sido despedido arbitrariamente y decidió no aceptar el cargo. Así se lo comunicó al director. Fue amable, justo y preciso. Una muy decente aparición. Desde entonces he venido leyendo sus ensayos periodísticos y su poesía. Su formación intelectual y su don poético, dirigido a explorar y revelar lingüísticamente su fe católica, sus compromisos públicos contra la insensatez y la injusticia depredadoras, con los índigenas y desposeídos, su exigencia conceptual inteligente y seria al escribir periodísticamente, su independencia y dignidad personales. Todo eso veo en el personaje, y no creo equivocarme.
Pero lo anterior, siendo esencial, no sería definitivo sino hasta sufrir la tragedia del asesinato del hijo. Tal dolor es inequívoco, legítimo, aunque no hay nombre, según hizo notar el mismo Sicilia, para llamarlo: la mujer enviuda, el hijo se queda huérfano pero el padre que pierde al hijo ¿qué? El surgimiento de la figura de este hombre corresponde a una acción moral colectiva que se proyecta en un carisma. Autores como Berman dirían que está en acción entonces el cuerpo espiritual común de una sociedad.
La ecuación se despeja cuando viene el mensaje de Sicilia, su respuesta trágica: anuncia su alejamiento de la poesía, pronuncia un mántrico “estamos hasta la madre”, exige un pacto con el narco, menciona la legalización de las drogas, reivindica el nombre personal de cada víctima, discute con el torpe presidente que desató el avispero, encabeza un ayuno colectivo donde se hace oración. O mejor plegarias.
Una parte embona con la otra, se dan fuerza entre sí y se sostienen. Sicilia es, con mucho, el primer líder moral ilustrado que surge en la sociedad posmoderna mexicana. Como si de pronto apareciera una corrección profunda, nutrida en el pensamiento anticipatorio de Iván Illich y gravemente crítica del nihilismo materialista imperante, determinada por un futuro primitivo posible donde las némesis actuales hayan dejado de azotar a la humanidad. Sicilia es católico, así sus vínculos estructurales con la milenaria Iglesia romana sean a la izquierda en teologías de la liberación y comunidades eclesiales de base.
La última oportunidad que René Guénon veía para Occidente consistía en la creación de una élite intelectual en el seno de la Iglesia, único aparato institucional sobreviviente en medio del devastado paisaje de la modernidad. Sin llegar a ello, o llegando de otro modo, los derechos humanos, una atemperante suavización de la intemperie social, fueron impulsados en las democracias occidentales por excristianos. Organizaciones italianas civiles de lucha contra la mafia son dirigidas por sacerdotes.
Evidentemente, es la otra comunidad cristiana, horizontal y cuasi fundacional, de la que aquí se habla. Sicilia, siguiendo a Illich, ha distinguido públicamente entre la esperanza y la expectativa. La primera está fundada en la experiencia humana históricamente arraigada, la segunda proviene de falsas certezas socialmente construidas. Todas ellas están en crisis pues su lenguaje sigue siendo la reiteración del vacío. Resulta humanamente estratégico cambiar de manera de hablar, asumiendo que toda representación es un lenguaje polisémico. Así ha sido la de Javier Sicilia, lanzado a la nueva pista de su vida con extraordinaria rapidez y violencia, el cual no lleva máscara o pasamontañas porque su transparencia existencial es el dolor mexicano de todos los días de la semana, nuestra horrenda y visible caja mortuoria de cristal. Es gente que nunca hará de su nombre un anagrama.
Lo nuevo ha surgido entre lo viejo. Es original porque se remonta al origen. Su dilema más serio estará en las acciones públicas que deberá encabezar, en las formas organizacionales que deberá forjar, y en su resistencia exitosa a ser absorbido por los hoyos negros de la formalidad, por la pereza activa del sistema, por su chata pendejez, su enajenación.
En el dolor nos hacemos, decía Benavente. Quizá entonces deba procederse momento a momento, sin perder de vista el cambio radical que se busca. Éste tiene un aire gandhiano pues supone, sobre todo, una liberación espiritual y mental, una liberación del miedo interior, una liberación de la conciencia pública. ¿Grandes palabras? ¿Utopías? ¿O apenas lo pensable?
Ojalá y el próximo 8 de mayo miles salgan a las calles mexicanas para manifestar, una vez más, el hartazgo de todos frente a la violencia, la generalizada protesta ante la descomposición nacional, ante la corrupción asfixiante, ante la impunidad sistemática, ante la inepcia política, ante la sangrienta brutalidad que castiga a toda la nación.
El secreto estoico de la serenidad es entregarse incondicionalmente a lo inevitable. Aunque pueda no parecerlo, esto lo es. Otra dirección posible se vislumbra cuando otros personajes inician una gramática de la pertenencia mutua: el valor de la vida frente a la muerte.

Fernando Solana Olivares.

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