LA REINA DESNUDA.
Nuestra época comenzó hace mucho. Tal vez cuando la archiduquesa austriaca María Antonieta (“espantoso destino totalmente diseminado de intersignes”, escribió Massignon; “se acercó al umbral de los excesivos significados”, dijo Calasso), prometida a los catorce años del rey de Francia, entró a Estrasburgo en una carroza de cristal. Nunca dejarían de decirle así: “la austriaca”, entre las intrigas de una corte que la odiaría y un pueblo que la llevaría al cadalso.
Calasso comenta, en La ruina de Kasch, que como al Buda le habían sido evitados los cuatro signos: la vejez, la enfermedad, la muerte y el renunciamiento. Una virgen rubia que dentro del cristal de la carroza, observada por todos, el pueblo llano que aún testificaba los símbolos, exhibía su condición paradójica: tenerlo todo, tenerlo nada.
Los maestros de ceremonias fijaron un lugar donde sería confiada a los enviados del rey francés. La casa de la entrega erigida para la unción, en una pequeña isla a la mitad del Rin, era un punto medio, un intersigno por el cual debería pasar. María Antonieta llegó a la línea fronteriza que dividía exactamente el pabellón en dos. Apareció cubierta por un manto y debajo de él iba desnuda, sin una sola cinta o alfiler en el cabello, ninguna prenda en el cuerpo. Dio un paso hacia adelante y delicadas manos quitaron el manto de sus hombros. Por un instante su cuerpo núbil tembló.
Así debía ser ofrecida para cubrirse con telas, camisas de seda y escarpines del país donde su nombre cambiaría y su pasado quedaría cerrado: era tomada como huésped a la vez que como rehén. La muerte estaba presente en la ceremonia, la muerte iniciática de la metamorfosis personal y la muerte del sacrificio propiciatorio que la aguardaba, en medio de los ojos indiscretos que desde entonces y hasta el momento final no la dejarían de mirar. Algunos cortesanos compartieron el temblor que estremeció a la joven. Las crónicas cuentan que era como una Psique materializada que nunca más podría volver a protegerse en lo invisible.
Al terminar la larga ceremonia, cuando cruzó el umbral fronterizo y pasó del punto de no retorno, la joven que sería una reina decapitada se arrojó sollozando a los brazos de la condesa de Noailles, su nueva dama de compañía. Otros signos flotaban en el aire. Los había visto indignado Goethe días atrás, percibiendo algo atroz en los suntuosos tapices colgados de la sala regia de Estrasburgo para recibir a la reina y a su comitiva, que contaban la historia de Jasón, Medea y Creusa, “un ejemplo del matrimonio más desgraciado”. Lamentó Goethe:
---¡Cómo es posible que entre los arquitectos, los decoradores, los tapiceros de Francia no haya ni uno que entienda que las imágenes actúan sobre los sentidos y la mente, que dejan impresiones, que evocan presagios!
Ya el reino de los símbolos estaba disuelto en aquella “cruel despreocupación” francesa, una ebriedad que llevaba consigo, afirma Calasso, un total descuido, una obnubilación hacia las imágenes, cuando sólo hacen falta para triunfar, como entonces, “cuchillos largos e historias cortas”. Las imágenes se vengan de quienes las ignoran, pero ¿qué podía hacer la reina sin albedrío al observar los heraldos de su destino obligado? Y despreocupación sería el único delito que el príncipe de Ligne debió atribuirle en sus memorias.
Ligereza de jovencita y rechazo de los aburridos implacables que produjeron tedio como tela de araña para hacer infeliz a esa rehén que no quería reinar entre elaborados encajes ni suaves perfumes ni delicadas sorpresas ni sutiles escenas sino sólo pasar por la vida entre elegantes risas. Su proceso, afirmará Calasso, es la primera y victoriosa insurrección de los Tediosos, la nobleza y el pueblo reunidos por una única e irrepetible oportunidad. Después de ella vendrá un torbellino histórico, otra gramática como acción del lenguaje político, otra legitimación.
El tribunal revolucionario que juzgó a la reina admitió como prueba de sus crímenes un pequeño espejo, unos bucles y un pañuelo de lino bordado con un corazón rojo traspasado por una flecha. Cuando fue llevada al patíbulo vestía una túnica blanca que no le impidió temblar levemente a pesar de su entereza, como cuando antes traspasó desnuda el umbral de su entrega cubierta por un ropaje igual. Quizá alguno de los presentes compartió tal estremecimiento casi secreto: por última vez los intersignos, los significados excesivos alrededor de una reina desdichada.
Fernando Solana Olivares.
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