Friday, November 08, 2013

MANUAL ESTOICO / y II.

La felicidad es el anzuelo en el que casi todos los peces pican para convertirse en pescados. Y la operación ideológica del sistema mundo vigente que se induce, pues solamente ahí es donde se promete alcanzarla, en el consumo material. La naturaleza de la felicidad resulta elusiva e imprecisa: se sabe que, por ejemplo, un dolor de muelas terminado de pronto produce felicidad, pero que no hay felicidad mientras los dientes no duelan. Los filósofos estoicos propusieron otra perspectiva, desde la sabia y cruda aceptación de que la vida contiene todo, aun en ocasiones felicidad. “Piensa en todo. Espéralo”. Esta es la norma de la conducta estoica propuesta por Séneca, a la cual los adherentes a esa escuela llamaron premeditación. Partían de un conocimiento irrefutable: la gente es destruida sobre todo cuando le ocurre algo inesperado que por ello se vuelve enigmático, sin posibilidad de explicación. Haberlo considerado como posible lima sus mordientes filos y de algún modo permite la superación de la infelicidad que traerá consigo porque pensarlo es ya una preparación. ¿Cómo, entonces, evitar caer en la desdicha anticipada, cómo no hacerse infeliz antes de tiempo al imaginar las muchas variantes de la posibilidad? “Nada hay prometido sobre la noche de hoy; aún he dado un plazo demasiado largo: nada sobre la hora presente”, advertiría el filósofo. Dicho paso repentino de la felicidad a la infelicidad conocido como tragedia nada tiene que ver con un orden moral de castigo o retribución, sino más bien con aquella diosa antigua llamada Fortuna, cuyos dos atributos simbólicos, la cornucopia con la cual concedía favores y el timón con el que cambiaba de golpe los destinos humanos, condensan la fragilidad de cualquier vida: la fortuna, sabrían los estoicos, nada otorga en definitiva propiedad. Alain de Botton, comentarista de esta filosofía, indica que no podemos explicar nuestro destino apelando a nuestra talla moral, pues la veleidosa fortuna puede bendecirnos o maldecirnos sin ninguna lógica, sin que obre ninguna justicia en ello: “no todo lo que nos sucede a nosotros ocurre con referencia a algo sobre nosotros”. Todas las quejas humanas sobre la injusticia e infelicidad del mundo derivan de la persistente e ingenua idea de que el mundo es en esencia, o debiera ser, feliz y justo. Sin embargo, la filosofía estoica no es una convocatoria a la resignación fatalista: “todo puede resonar por fuera con tal que por dentro no haya turbación”, escribió Séneca, para quien la sabiduría radicaba en aprender a discernir lo inevitable de lo deseado. Es en esta aceptación espontánea de la necesidad donde reside la única y verdadera libertad humana. El sabio identifica lo necesario e inevitable y lo sigue al instante, no se gasta en quejarse o protestar. Así contó Séneca la lección del fundador del estoicismo ante la pérdida: “Al anunciársele un naufragio, nuestro Zenón, cuando escuchó que todos sus bienes se habían hundido, dijo: ‘La suerte me ordena dedicarme sin trabas a la filosofía’.” La insensatez, apunta de Botton siguiendo a estos autores, consiste tanto en aceptar algo como necesario cuando no lo es como en rebelarse contra algo que sí lo es. Abreviando, entonces: ¿por qué sufre la gente sufrimientos innecesarios, infelicidades inútiles, frustraciones evitables? Porque la gente no es seria, no ha aprendido la vía mixe hacia la riqueza, la reducción drástica de la necesidad, la falsa naturaleza del deseo inducido, la desdicha consumista de la insaciable felicidad: la gente acepta como necesario lo que no lo es. “Es una disposición excelente la de soportar lo que no puedas enmendar”, observó el filósofo, manteniendo siempre una gran distancia entre las cosas y él mismo. De tal manera pudo renunciar a cargos, dinero e influencia, a la vida misma cuando debió suicidarse por orden de Nerón, pues puso todo ello donde la diosa Fortuna pudiera recuperarlo sin molestarlo: “por tanto, me las ha quitado, no arrancado”, concluyó. Nunca como ahora sería indispensable un estoicismo personal inteligente (Benjamin le llamaba “organización del pesimismo”) para alejarse de esa pertinaz infelicidad materialista que el consumo llama felicidad. Que tal autoayuda concluya con la cita de Montaigne, otro estoico superior: “Quiero (…) que me halle la muerte plantando coles, más indiferente a ella y más aún a mi imperfecto jardín”. Como siempre, hay salida histórica. Todo consiste en volver a ver. Fernando Solana Olivares.

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