Friday, November 18, 2016

LEONARD COHEN

Todo encuentro casual es una cita y ésta sería contigo. Una más de las tenues utopías de pequeña escala nos llevó alguna vez a un lugar frente al Pacífico donde había un faro pintadado como caramelo y el cascarón de un barco coreano yacía en la playa depositado por las furias del viento y el mar. Un visionario entrañables y estrambótico vivía ahí con su hija y otra pareja amiga. Le decíamos el mago Merlín. Desde el avión de la Segunda Guerra que nos dejó en el aeropuerto de Ixtepec, Oaxaca, luego de subir y bajar por los aires para remontar las homéricas sierras henchidas de montañas que Dios iría a poner en esos lares cuando le sobraron de la creación, el tiempo cambió de significado y desplegó nuevas cadencias. Era como entrar a un portar de dimensiones abrillantadas, expandida por la luz. Abordamos después un camión cuyo chofere iría cambiando de prendas durante el viaje para surcar un camino de dunas de arena como si celebrara una frenética transformación. Íbamos hacia Santa María del Mar, pueblito huave de unos cuantos prescadores, donde el mago Merlín y un puñado de audaces habían gestionado una cooperativa pesquera de nombre vaporoso: Fuerza del Pueblo, propietaria de un cuarto frío, de algunas redes y dos o tres lanchas con motor fuera de boda para salir por la barra hacia el mar. En aquel rito de pasaje, además del encuentro con un espacio inesperado y casi inverosímil, con el milagro de un campo de luciérnagas danzando en un prado, con hazañas míticas como entrar en lancha por primera vez desde la playa al mar proceloso, con de un hipismo nómada que pronto vería su fin, además de todo eso y más como el encuentro existencial con lo otro en cuanto vida plena, distinta generosa, te conocí a ti y supe que todo aquello no te sería ajeno desde tu casa en la isla griega de Hidra, donde beberías té con naranjas venidas de la China y tocarías con tu mente el cuerpo perfecto de Susana, mirando al horizonte sin terminar. Desde entonces has estado conmigo en un proceso de tantos años que parece haber disuelto y coagulado en mí tu música sublime y tus letras trascendentes con esta ilusión biográfica como una sombra, una ficción, donde la vida es sueño y los sueños, según diría el poeta inspirado, solamente sueños son. Los tiempos oscuros que vivimos atrofian y endurecen. Siempre he llorado poco. Pero las lágrimas me doblaron cuando supe que habías muerto. Me sentí de golpe desamparado. Quedó congelada la ominosa entronización del payaso que viene a clausurar la época (“He visto el futuro”, advertiste alguna vez) y un dolor más profundo que cualquier coyuntura histórica me asaltó. Tal vez porque la amarga pena de tu pérdida también eso simboliza. Espero que me dejes llamarte bodhisattva Cohen, feliz reunión de dos atributos espirituales que tu genial sincretismo convocó: el linaje genealógico de Aarón, sino sacerdote hebreo, y la denominación budista que se aviene con los que obran por el bien del prójimo. Tu maestro zen roshi Kyozan te ordenó monje con el nombre de Silencio o Jikan. Y seguirás cantando entonces mejor que nunca: otra paradoja zen. Dirá Borges, otro poeta para ti tan querido como el divino García Lorca, que la belleza es tan frecuente como la felicidad: no pasa un día en que no estemos un instante en el paraíso. Muchos de esos momentos de mi vida, al cabo de los años, te lo debo a ti. Varias veces hablaste de la Canción de Dios contenida en el Bhagavad Gita y citaste aquel pasaje donde Krishna, la deidad, explica a Arjuna, el ser humano, que nunca podrán desenredarse las circunstancias que nos traen a cada momento. Fuiste otro sabio creyente en el como si: “Levántate, eres un poderoso guerrero. Acepta tu destino. Acepta tu suerte. Levántate y haz tu deber”. El espacio de este texto es tan corto como tu condición ahora es ilimitada. La época termina, mientras los asesinos que ocupan los altísimos puestos rezan a todo pulmón. Tocaremos las campanas que puedan tocarse y pagaremos la renta de todos los días en la torre de nuestro vivir. Y yo diré, cuando llegue la hora, la antífona que You Want It Darker nos enseñó otra vez Hinéni, hinéni, I´m ready my lord”. Será una voz tan antigua como el tiempo para decirle a aquello lo trascendente, “Heme aquí, aquí estoy”. Tu última lección es tan esencial como lo fueron todas: una Divina Comedia donde la vida nos vive y el juego nos juega. Gracias totales, maestro múltiple. Tú no estás muerto, yo ya no estoy vivo. Pero si duda nos volveremos a ver. Fernando Solana Olivares

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