PITOL O EL SALTO ALQUÍMICO
La mañana es fresca y establece una atmósfera amable, como si las cosas tuvieran algo risueñamente incorpóreo. La mente vagabunda recuerda por el camino ciertas líneas acabadas de leer en El mago de Viena, cuyo autor es otro mago que el día de hoy será invocado. Corresponden a una anotación final escrita un 28 de mayo en el avión de regreso de La Habana, ciudad a donde el escritor había viajado en busca de curación:
“Hacía muchos meses que no lograba escribir, desde enero, me parece. Se me escapaban las palabras, se me quedaban a medias, me confundía con las conjugaciones, con el uso de las preposiciones, se me paralizaba la lengua. Al tratar de leer lo que perpetraba en mis cuadernos durante los últimos meses encontraba fragmentos de algo parecido a un Finnegan’s Wake del paleolítico inferior grabados en piedra por algún aturdido hombre de Neanderthal”.
Hoy se llevará a cabo la Cátedra Sergio Pitol en el campus de Lagos, y el tiempo para llegar al habitual desayuno previo entre el ponente y las autoridades universitarias apenas alcanza para ser puntual. En el acogedor restaurante donde el encuentro se lleva a cabo, la conversación versa sobre el escritor.
---Ojalá descanse ya ---dice uno de los presentes, justo cuando el reloj está marcando las 9:30 de la mañana.
---Schopenhauer escribió que morir es despertar ---comenta otro.
---De ser así, todos acabaremos sabiéndolo ---interviene aquel. En el ambiente irradia la discreta promesa de la mañana.
Unos cuantos minutos después, en camino hacia donde se impartirá la cátedra, la noticia se difunde vertiginosamente: Sergio Pitol acaba de morir en su casa de Xalapa a las 9:30 de la mañana.
Después de la agonía de velocidad letárgica que había padecido, un paso indispensable para bien morir, se terminaba la persona episódica y ahora sólo quedaba la que en adelante siempre habrá sido: la persona literaria, más real con el tiempo para la memoria común, y en su caso parte del canon de creadores. La otra persona humana morirá definitivamente cuando muera el último que la haya conocido.
---Este es un día triste pero también luminoso ---afirma el profesor que inicia la cátedra al pedir a los asistentes ponerse de pie y guardar un minuto de silencio a la memoria de Sergio Pitol, benefactor tan querido. Toda antítesis descoloca y la contradicción inesperada de lo dicho refuerza un efecto de segundo piso: tristeza + luz = muerte buena. Es un golpe dramático.
En El mago de Viena Pitol escribe un capítulo, “El salto alquímico”, donde habla de su proceso creativo. Esas reflexiones estéticas son los acuosos espejos de un escritor. Al respecto cita sus frecuentes incursiones en el imprevisible magma de la infancia, y explica que al tratarse él como sujeto o como objeto de la escritura, ésta “queda infectada por una plaga de imprecisiones, equívocos, desmesuras u omisiones”.
Hay pocos autores tan soberanamente autocríticos como el autor de El arte de la fuga ---cada vez hay menos, y los más grandes son los más humildes, aunque debidamente sigan la consigna de Alfonso Reyes, maestro de Pitol, de amar (o agradecer) la propia literatura. El colofón de El mago menciona un comentario que Antonio Tabucchi hizo sobre lo que advertía Carlo Emilio Gadda: hay que desconfiar de los escritores que no desconfían de sus propios libros.
Sería ocioso preguntarse si Sergio Pitol murió desconfiando de su literatura, pues en el ajuste radical para entrar al bardo mortuorio dharmatta ---intervalo que describe el budismo tibetano--- todo lo excepcionalmente hecho en esta vida habrá de contar en la que sigue. Y si no sigue nada ---la otra hipótesis materialista última, tan ajena a Sergio--- entonces todo da igual, como diría el poeta.
Un grupo sentado en círculo, un gineceo universitario inteligente y sensible ---que habría divertido enormemente al maestro Pitol con su carnavalesco y paródico sentido del humor, aquella notable inteligencia incandescente y un veloz genio lingüístico tan sorprendente como su profunda y cosmopolita cultura--- comienza a leer las primeras páginas de El mago. Al sentarse así un círculo de interpretación multiplica el sentido de lo que pronuncia a partir de una regla socrática: todo lo sabemos entre todos.
Leer a Pitol es invocarlo, y entre nosotros queda este aristócrata del espíritu que una vez confesó haber trascendido el ego. Era obvio que lo logró: su dulce mirada lo corroboraba.
Fernando Solana Olivares
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