LOS ÁRBOLES DE NEPTUNO
“¿No le inquieta que Oprah elimine a Otelo?”, preguntó el editor Nathan Gardels al escritor Daniel J. Boorstin hace años. Estaban hablando de la afirmación del libro como la resistencia contra la embestida de lo inmediato. Boorstin había recordado que una característica de la cultura occidental es adjudicar un valor especial a lo novedoso. A partir de la adoración de la religión judeocristiana por el Dios Creador, y dado que el hombre fue hecho a su imagen y semejanza, hay un dejo de divinidad en el acto de la innovación. Otras religiones como el hinduismo y el budismo no postulan una divinidad creadora y no están compulsivamente obsesionadas por la innovación y el cambio, aunque lo aceptan. La nuestra sí.
Desde 1961 Boorstin analizó la llegada del predominio de la imagen y con ella la creación de una “espesura de irrealidad” que desconcertaría nuestra experiencia y se interpondría entre nosotros y los hechos de la vida. Una frase de Max Frisch: “la tecnología (es) la destreza de acomodar al mundo de tal manera que no tengamos que experimentarlo”, iniciaba su libro The Image. La tecnología de los medios de comunicación, sostenía en él, hace homogéneos el tiempo y el espacio, borra sus distinciones, pues lo que está allá también está aquí simultáneamente.
Una primera consecuencia de ese tele ver es lo que Boorstin más adelante llamará diplopía, imagen doble: no saber si algo es real o no, si está sucediendo o no. Eso le otorga en su opinión una especie de iridiscencia, de reverberación a la experiencia. Y antes que lamentarlo, opina que la verdadera tarea consiste en encontrar maneras de adaptación ante ello para aprovecharlo.
Una segunda consecuencia, producto de un vacío, de un defecto y no de una virtud, han sido las nuevas posibilidades para la comunidad que la televisión ofrece en cuanto a rituales, tan débiles en la democracia, en cuanto a momentos de comunión pública creados por los medios de comunicación. Y la tercera secuela es la “miopía cronológica”: la concentración enfermiza en lo más reciente, la pérdida sistémica de retrospectiva. Otra manifestación más del “futurismo apostólico” de la judeocristiandad que sólo adora las novedades y vive en una permanente fuga hacia adelante.
Boorstin entiende la tecnología como síntoma y consecuencia de una civilización que busca lo nuevo. Y contempla un quinto y nuevo reino recién surgido, el de la máquina, donde no se aplican las leyes de los otros. En él, los entes que lo integran no quedan fijos en su estado original. Pueden hibridarse, como cada vez más lo hacen ahora, y tienen la capacidad de construir su propio medio ambiente.
Esta postura crítica del autor descarta cualquier fascinación por el reino de las máquinas, moda tan actual. Y en un sistema de referencias y vinculaciones (que son la trama y la urdimbre del ensayo), Boorstin teje explicaciones del momento, cuya tendencia es que la información desplace radicalmente al conocimiento. La información consiste de fragmentos de experiencia no relacionados entre sí y recientes.
El conocimiento, en cambio, está estructurado. Sigue métodos lógicos y lo que no se puede relacionar o no es pertinente queda excluido. La fuerza que ha hecho que la información predomine ante el conocimiento es la reducción del tiempo que requiere percibir algo, comunicarlo y hacer que otro lo reciba. Así la información está dejando atrás el significado. La nave espacial Voyager 2 viajó cuatro mil quinientos millones de millas durante doce años para enviar datos de Neptuno y Tritón cuyo significado todavía ignoramos, por eso no sabemos decir cómo son los árboles de Neptuno. Datos, no significados. Correlaciones, no causalidades.
Volviendo al comienzo de todo esto: la afirmación del libro como la resistencia contra la embestida de lo inmediato versa también sobre refugiarnos en formas de comunicación donde exista un lapso entre el momento en que se percibe la información, se comunica y es recibida. Esta perspectiva de Boorstin abre los ámbitos de la conciencia y de la contemplación, ámbitos asfixiados por el diluvio de pseudo-eventos y la avalancha de trivialidades predominantes, ámbitos tácticos para cabalgar al tigre de la época.
Trátase entonces de abrir un espacio de ralentización entre la persona y el fenómeno, una zona de alentamiento intencional, un intervalo que detenga la pornográfica presencia global e indiferenciada de la imagen.
Fernando Solana Olivares
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