Friday, February 16, 2018

VISITANDO LOS MÁRGENES.

El primer día. Aquella vez que estuvo aquí fue una ocasión luminosa. Comenzaba a vivir el abismo entre pensar y decir, y las palabras ya se le escapaban. Podría asumirse cual un castigo al escritor, al hombre del lenguaje, pero él se comportaba como un ser satisfecho. Bajó los cinco escalones de mi estudio alegre y curioso. Miró los libros, abrió dos o tres de ellos, se sentó en el sillón y contempló el campo por la ventana. Ahí fue cuando me dijo que había trascendido el ego. Contesté que después de recibir el Cervantes cualquiera podría hacerlo. Nos reímos los dos. Tuvimos una sabrosa comida y la abadía se vistió de gala para Sergio Pitol. Aquella ocasión había apadrinado la excéntrica (o anacrónica, fuera del centro, a contracorriente) fundación de la carrera de Humanidades en Lagos de Moreno, los Altos norte de Jalisco, lugar ublicable como casi Rulfiana. Quedamos en que yo leería un texto suyo, y ante las eventuales preguntas que de los asistentes surgieran me dijo: tú contestas. Reímos otra vez. La continuación. Posteriormente Sergio Pitol comenzó su personal arte de la fuga y fue perdiendo contacto con el mundo exterior. También perdió, para su desgracia, al pequeño y dedicado grupo de personas que lo auxiliaban en la vida diaria y lo comunicaban con los demás. Quedó cautivo de su familia no tan cercana, según todo hace ver. Todavía alcanzó a enterarse de la fundación de la cátedra que lleva su nombre, y durante un par de años otorgó una generosa beca estudiantil. Ahora no se enterará porque no puede y porque no lo dejan, pero acaso alguien le dará al fin noticias de lo que ha pasado últimamente. O tal vez su mente pueda llegar hasta aquí. El ciclo catedrático fue abierto con brillantez por Pura López Colomé, quien habló poliédricamente de la obra literaria del mago en Viena, Sergio Pitol. Desde entonces, la vara del evento quedaría muy alta. Siguió Alberto Vital, quirúrgico y preciso, abordando la obra fotográfica de Juan Rulfo. Continuó José Manuel Recillas, impartiendo una creativa y loca conferencia sobre los enteógenos (sustancias que llevan a encontrarse con la divinidad) en la obra poética de Gottfried Ben. El cuarto participante, Javier Sicilia, habló del para qué de la literatura en tiempo de penurias y llevó al auditorio a conmoverse moralmente con catártica profundidad. La quinta ha sido Marta Lamas, la inteligente y sensible mujer de ideas quien con articulada claridad situó lo real femenino ante un público magnetizado. En algún momento de marzo vendrá Diego Enrique Osorno, profundo cronista de la amarga hora posmoderna, testigo directo de sus zonas críticas. En mayo lo hará Eduardo Subirats, un pensador crítico determinante para comprender y transitar este fin de época. Volverá Pura López Colomé unos meses más tarde para hablar de la escritura, el lenguaje, la memoria poética y su revelación. Quizá pueda cerrarse el año convocando a un pintor a pintar en público un cuadro en gran formato mientras va explicando técnica, conceptual, emocionalmente lo que hace. Alguien con dominio del decir. Y todo esto bajo el venerable nombre de Sergio Pitol. El desenlace. No hay últimas palabras en la literatura. El texto queda abierto a la inagotable interpretación. No hay palabra de Dios en el texto (aunque sí haya del espíritu, lo cual es un asunto diferente). Hace poco escribí la historia de un personaje anciano cuya casa es tomada y él se las arregla con la ataraxia, la ausencia de complicación que se logra al llevar la conciencia a otro plano, bien sea por circunstancias fisiológicas o debido a un gran esfuerzo, a un logro mental. No reparé entonces que quizá estaba contando al mismo Sergio Pitol. Luego Elena Poniatowska me escribió, cuando no pudo acudir a la cátedra de su querido amigo, otro Cervantes como ella, que ojalá y Sergio, si hubiera abierto la vía de otro estado de conciencia, no advirtiera ya esta patria tóxica que avanza todos los días sin cesar. Años atrás, un amigo que le rentaba al escritor una casa en Xalapa colindante a la suya lo encontró asomándose a la puerta algunas veces. Yo le había pedido que le diera mis afectuosos saludos. Lo escuchó con una beatífica sonrisa en el rostro cuando lo hizo, y no tuvo otra reacción. Mi amigo no estuvo seguro de que Sergio lo hubiera comprendido. Ojalá quienes estuvieron a su lado velen por él, así sea en la obligada distancia. Como escribiría el poeta Cervantes: “Dale, Señor, piedad para sí mismo, y que su obra te responda”. Fernando Solana Olivares

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