LA CONSTRUCCIÓN DE JESÚS / I
Para Pablo Aguirre Solana
Agripa II subió al tejado del palacio real en Jerusalén y se dirigió a quienes estaban en la plaza. No era tan querido como lo había sido su padre, Agripa I, pero representaba la última esperanza de los romanos para calmar por medios pacíficos el violento clima de insurrección que se vivía en la ciudad.
Suplicó a la gente que desistiera de su desafío al Imperio romano. Preguntó dónde estaba su ejército y su armamento, su flota para surcar los mares, el tesoro para financiar tales campañas. Apeló a la riqueza de los galos, a la fuerza germana y la inteligencia griega, todas ellas derrotadas por los romanos, y preguntó si los judíos eran más ricos, más fuertes y más inteligentes que esos pueblos. La muchedumbre ignoró al príncipe entre burlas y amenazas y lo obligó a huir de la ciudad.
La respuesta a la pregunta de Agripa la conocían profundamente los revolucionarios judíos, lo mismo que el escritor iraní Reza Aslan, quien la cuenta en su erudito libro El zelote. La vida y la época de Jesús de Nazaret, resultado de dos décadas de investigación académica sobre el tema, escrito con muy eficaz sentido narrativo y cuya condición de best seller número uno del New York Times no resta un ápice a su calidad.
Lo que los inspiraba para alzarse ante el poderoso invasor era el celo, aquello que el historiador Josefo llamó una “cuarta filosofía”: el inquebrantable compromiso de liberar a Israel del yugo extranjero, junto con una fanática insistencia en promulgar, aun a riesgo de la muerte, la existencia de un Dios único, el suyo, por quien habían sido designados como el pueblo elegido. De ahí el término zelotes, de celo.
La gran perplejidad que los judíos causaban a Roma tenía que ver con lo que consideraban su incomprensible complejo de superioridad. Una insignificante tribu semita en un rincón del imperio exigía y recibía un tratamiento especial por parte del emperador. Séneca, el filósofo estoico, se preguntaba cómo era posible que “los vencidos hubieran impuesto leyes a los vencedores”.
Tal es la matriz cultural e histórica del pobre campesino judío que fue Jesús: una oscura aldea situada en una ladera de la turbulenta Galilea rural, a quien Reza Aslan va a encontrar en las modestísimas casas de adobe y ladrillo de Nazaret, pequeño rincón del rincón que después irradiaría al mundo. Su contexto era claramente revolucionario, y en esa perspectiva judía escatológica Jesús era un zelote comprometido con la restitución del cuerpo mancillado de Israel y con la encarnación del mesías liberador.
Y es aquí donde radica la condición inexplicable, metafísica o trascendente, como se le quiera llamar, de la transformación de ese Jesús histórico y de su modestísima persona, uno más entre tantos autoproclamados mesías, en una manifestación directa de la divinidad, un mesías apostólico y global que definirá el tiempo, la espiritualidad y la cultura occidentales a lo largo de dos mil años
Ese Jesús, escribe Aslan, “el eterno logos del cual surge la creación, el Cristo que se sienta a la diestra de Dios”. El orden mitológico comienza a reanudarse y esta narrativa suprahistórica que construirá al Jesús evangélico debe mostrar el origen de lo divino, su advenimiento, en el lugar más pequeño y humilde de la valoración común, en un pesebre, en el rincón del rincón del rincón. Dicho origen de pobreza será determinante también para el mensaje político que las enseñanzas de Jesús contienen y para la conducción del cristianismo en su primera etapa por Santiago, hermano de Jesús, después de su muerte y resurrección.
La construcción de esta divinidad (“la verdad ---escribe Guénon--- es una y es la misma para todos aquellos que, por una vía cualquiera, han alcanzado su conocimiento”) requirió, como la construcción de todas, la mano de los hombres, así el espíritu se apoyara en ellos para actuar.
Por eso hay varios desfiguramientos en esta cautivadora y grave historia, la más contada y representada en Occidente. Van de Egipto a Judea a través de Moisés, de los judíos a los cristianos, de Pablo el converso a Santiago el hermano. De los cuatro evangelistas a los evangelios apócrifos. De las pululantes sectas cristianas al Concilio de Nicea que establece el canon definitivo. De la clandestinidad de las catacumbas hasta la púrpura del Estado. Poéticas del conflicto en el reino del espíritu.
Fernando Solana Olivares
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