Friday, November 17, 2017

FELIZ CUMPLEAÑOS, CAMUS / y II

“Todo logro ---escribe Camus en sus Carnets, una de las mejores partes de su obra--- significa una servidumbre. Obliga a otro más alto”. El autor de La peste se adhirió a la Resistencia francesa en 1941, y hasta 1943 tuvo actividades clandestinas que le representaron peripecias y reconocimientos existenciales, es decir, la literatura de su propia vida, él, que hacía literatura. Dirigió Combat, periódico de la resistencia en la Francia liberada. Hasta su muerte, y aun después entre las generaciones siguientes, Camus fue considerado un “justo sin justicia” por Simone de Beauvoir, o un “santo sin Dios” por la juventud francesa que vivió la Liberación. La crítica literaria contemporánea ha enfatizado en su obra narrativa, dramatúrgica y ensayística algunas claves antes no resaltadas. Una tensión moral de la conciencia entre las diversas patrias y culturas: el poder y la civilización francesa versus la dominación argelina. El árabe asesinado en El extranjero que no tiene nombre, lo mismo que su hermana engañada, mientras todos los personajes europeos poseen uno. Dicotomías y contradicciones en sus posturas políticas, opciones equivocadas, como las condenas abstractas contra la violencia, que lo llevarán a ser recibido en Argelia con chiflidos por los europeos y a ser deliberadamente ignorado por los árabes al proponer la confraternización, una “tregua para los civiles”. O la justificación de la Guerra Fría como un contenedor de la peligrosa filosofía comunista de la historia que a su visión europea tanto preocupaba. Nada de eso suspende su sólida ejemplaridad. La identificación que se hace de Camus con el Justo minimiza la dimensión de su tragedia, según opina un autor. El primero y más angustioso de sus problemas no era la justicia sino la verdad artística que buscaba al escribir. En el orden de las fidelidades básicas el lenguaje y la escritura le significaban identidades y pertenencias anteriores a cualquier otra cosa. En 1957, a los 44 años de edad, Camus, el santo sin Dios, falible en lo humano, reprendido por algún comentarista debido a su “elegante” dominio del idioma, recibe el Premio Nobel de Literatura. Siempre precoz, como la muerte precoz que lo alcanzaría un lunes 4 de enero de 1960, en un accidente automovilístico tres años después de obtener el alto reconocimiento. Probablemente ningún escritor europeo de su época ha dejado una huella tan profunda en la imaginación y en la conciencia del momento. Ni siquiera el otro monstruo, Sartre, su amigo primero y después su adversario político. Un corte heroico aureola su final: los elegidos de los dioses mueren jóvenes como él, el moralista que se había negado a participar en ese “concierto retórico terrible y falso” de su época. La absurda muerte, cuando comenzaba la obra de un artista en su madurez, termina la vida breve de un relámpago de creatividad y fuerza. La Chute será su última palabra literaria. Ahí un hombre a su manera justo, Clamence, ignora a una joven que se inclina sobre la barandilla del Pont Royal al cruzarse con ella, lo mismo cuando cae al agua. A nadie se lo cuenta. Pero a partir de ello tendrá una transformación decisiva y la obra poseerá un tono de examen de conciencia, presente en la tradición francesa a la cual Camus pertenece, más allá de la parodia que podría sugerir. La búsqueda de la gracia cuasi cristiana a través de la confesión no se alcanzará. El intento, empero, es lo que ha contado. Entre los alcances morales de Camus está la superación del odio. La tarea de su generación, afirmó en el discurso de Estocolmo, consistía en impedir que el mundo se deshiciera. Fue imposible impedirlo. Ahora nos queda la lectura de Camus, un bien imperecedero que trasciende lo histórico y se vuelve memoria común. “Moral inútil: la vida es moral ---escribió---. El que no da todo no obtiene todo”. Dijo que la época era trágica y también inmunda. Por eso debía ser denunciada y perdonada, un oxímoron. Dijo además, profético, que toda vida orientada hacia el dinero era una muerte. Que el renacimiento estaba en el desinterés. Que no podía vivir fuera de la belleza y eso lo volvía débil hacia cierta gente. Que los seres humanos nunca habrían inventado el lenguaje. Que vivir con las propias pasiones supone haberlas dominado. Que el humanismo le resultaba insuficiente aunque le sonreía. Que vencer el temor a la muerte era abandonarse, dando la cara y sin amargura. Que vivir era verificar. Fernando Solana Olivares

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