Friday, October 20, 2017

LO QUE VIO MURENA

Salvador Elizondo me contó que una vez al año, siempre por Muertos, leía Bajo el volcán de Malcom Lowry. Yo trato de hacer lo mismo con La metáfora y lo sagrado de H. A. Murena. Sus palabras iniciales me imantan: “Cualquier humano llega en determinado momento a la zona en que no hay respuestas. Se la encuentra a través de todo el camino: las pasiones, el pensar, el ocio, etcétera”. En esa zona se ha derrumbado, explica Murena, el sentido que atribuíamos a nuestras vidas. Se llega a ella por el triunfo o la derrota y cada quien lo hace según su particularidad. Murena llegó leyendo, pensando y escribiendo. Practicó con fortuna (obra variada e intensa, opina la crítica) la poesía, el ensayo y la novela, se entregó (o fue abducido) a “los frágiles y prepotentes” pensares de su época que, válgase el galimatías, lo pensaron con su perentoriedad, con su vacua caducidad, sus pre-juicios. De pronto se dio cuenta de todo esto. También de que su tiempo como ningún otro se había entregado al materialismo, a lo que llama, con justicia, “servidumbre al tiempo”. Tuvo otra idea poco frecuente: “que la única forma legítima de conocimiento es aquella similar a los ciegos: por el tacto”. Lo que intentó entonces fue ser “cada vez más anacrónico”, salirse del tiempo, buscando la dicha (ataraxia, proponen los griegos: ausencia de complicación) de desentenderse de él. En su conocimiento mediante el tacto, Murena afirma que el suyo consiste en la invención de metáforas. Comprende la metáfora como mostrar lo otro de lo mismo, llevar las palabras más allá de su inmediato significado, multiplicando la interpretación de las cosas, el modo de nombrarlas. Durante cuatro años, en el desorden de su habitación estuvo esperando un disco con un recital de textos del Corán dichos por el sheik Abdul Basset Abdul Samat. “Ayer llegó la hora. En el silencio de la casa solitaria ---escribe Murena--- sonó esa voz”. Sentado indolentemente, de inmediato se enderezó, con la certeza de que había entrado una presencia superior. Sintió ser poseído por los versículos que escuchaba, disuelto bajo los efectos del sonido, convertido en un entrecruzamiento de acordes, como escribe al recordarlo. El estado espiritual era el mismo que según él causa la lectura del Corán: sublimidad y violencia. Quince, treinta, no más de cuarenta y cinco segundos duran los textos dichos por el recitador. Pero los silencios después de cada recitación duran más que los textos mismos, indicando así las jerarquías, el valor que tiene cada cual. Murena reconoció el sonido de los instrumentos: violín, piano, tambores, trompeta. Todos ellos en la voz del cantor, quien es, escribe, todos los instrumentos. Tardó tiempo en salir del éxtasis y reflexionar sobre cosas anacrónicas como la valoración del silencio, el cual era hecho surgir por la voz misma, que “hacía sentir el Dios de todos”. Pensó que había asistido al origen del arte. Al canto como arte del tiempo y a la danza como arte del espacio. Consideró además la monotonía como una humildad espiritual mayor, un majestuoso gesto externo de la fe, una certeza de algo más en el mundo, sea cual fuera su narrativa, de algo no sujeto a la mendicidad del ser que llamamos tiempo. Y desde el arte, condenando las desviaciones contemporáneas ---arte de efectos, dudoso, gratuito---, acabó preguntándose cómo se hace posible la imposible vida humana. Después terminaría malogrado. Antes sin embargo lograría vislumbrar la otra orilla de las cosas, aquello que si se quiere es una certeza estable o representa un acto de profunda imaginación. Su libro es muy sabio y puede causar en el lector atento una iluminación profana, una intensa epifanía, aunque utilice términos enfadosamente asociados a los cultos devocionales. Tales términos, sacados de ese espacio reductivo, apuntan a otra dimensión verdadera que, aunque no se vea, no deja de estar. De un modo inesperado, aunque lógico, Murena celebra el arte romántico, que aspira a restablecer la unidad anulando la distancia, y se aparta del arte clásico, que quiere representar el mundo “tal como es”, según las estructuras racionales y los modelos que la teoría implanta. Y consigna la confusión de las lenguas en la Torre de Babel como una liberación de la locura del discurso único, un restablecimiento de la diversidad entre la gente gracias a un gesto amable de Yahveh. Ahora casi nadie lee a Murena. Su destino literario resultó desafortunado. Y cuál no. Fernando Solana Olivares

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