Friday, September 22, 2017

NI UNA MÁS / I

Hace más de diez años, en las generosas páginas de Milenio, el autor de esta columna se preguntaba por las arcanas y oscuras razones de la misoginia estructural, perenne, impuesta culturalmente a través del tiempo como una caracterología humana de larga duración, la cual ahora alcanza niveles cada vez más sanguinarios y suma a aquella atrozmente estúpida tipología social femenina de la puta, la santa, la loca, la bruja y la tonta, una sexta, espantosa condición: la asesinada. ¿Cuál es el origen, la causa de esa sistemática opresión destructiva de la otra mitad que constituye al mundo tanto físico como mental? ¿Por qué hay tanta violencia privada y pública contra las mujeres, tanta y tan atmosférica “despectividad”? Tal vez, se escribía entonces, para comprender las causas de este infierno creciente deba volverse al viejo momento cuando el Logos presocrático mutiló su origen dual, aquella parte irrenunciable para el espíritu humano de la realidad intuitiva encarnada por la diosa, por lo femenino. Saber de nuevo cómo Ápolo, representante de la razón masculina, engañó a las ninfas ---última presencia de lo divino en el mundo antiguo--- y robó sus artes adivinatorias. Reconsiderar una vez más los atributos de Palas Atenea, virgen guerrera que simbolizaba los saberes, la técnica, la estrategia militar, la justicia y la doma de caballos, evidenciando así lo femenino como el principio civilizador de la especie humana. Repetir también que el lenguaje ---la casa del ser--- es una aportación de lo femenino a la conciencia, de ahí que aprendamos a hablar en la lengua de nuestras madres. O mirar objetivamente los errores epistemológicos de la deidad abrahámica heredada ---Yahvé, el macho cabrío, autoritario y colérico que guía al rebaño--- y de su parcial e imperfecta cosmogonía que ignora la existencia de un básico principio dual para crear todo lo existente. O insistir en que no hay realización integral de la persona si no logra fundir en sí misma la parte masculina, el ánimus, con la parte femenina, el ánima. O valorar a la madre nacional, la Malinche, no como la traidora envilecida, chingada por el conquistador, según intérpretes de la idiosincrasia mexicana al modo de Octavio Paz, sino como la heroica mujer que sabiamente preservó su genealogía dándole hijos, nosotros los mestizos, a un bárbaro conquistador que de otro modo hubiera destruido a la estirpe mesoamericana. La larga línea causal que fundaría la misoginia histórica va desde los relatos judeocristianos de la creación, que primero hablan de la pareja adánica y líneas más adelante se contradicen para enfatizar la condición dependiente y subordinada de la mujer ante el hombre, pasa por el triunfo del pensamiento aristotélico que define a la mujer como un varón incompleto, hasta abarcar las despiadadas persecuciones femeninas impulsadas por las bulas papales y derivar en el feminicidio sistémico que en la posmodernidad ocurre en casi todas partes del planeta, de manera señalada en Ámerica Latina (46 % de los feminicidios mundiales) y en México, nuestro crucificado y violento país. Sería en Ciudad Juárez donde surgirían los feminicidios crónicos perpetrados por una mafia de poderes fácticos que, según la antropóloga Rita Laura Segato, llevaría a cabo tales crímenes demoniacos como una exigencia extrema entre sus miembros para garantizarse absoluta lealtad. Este patrón sacrificial, realizado con jóvenes obreras de maquiladoras, solteras, esbeltas y de cabello largo en su mayoría, representa un punto de inflexión en el englobante signo de la época: más que la descomposición de la conciencia masculina racionalista anuncia su irreparable putrefacción. Y acaso la del Estado mexicano, incapaz de investigar y castigar decenas o quizá cientos de crímenes que desde entonces siguen impunes. La cultura de la comprensión participativa y sus modelos de sociedades fraternales, las que consideraban como esencial y primario el poder de crear y sustentar la vida, el poder horizontal, armónico y flexible de la Gran Diosa, fueron violentamente reemplazadas por un patriarcado invasor que destruyó aquellos cultos y reelaboró los mitos del origen para justificar su brutal dominio, construyó culturas de la manipulación que fomentaron una conciencia de la discriminación y la distancia ante la naturaleza, culturas monoteístas y misóginas donde Dios resultó ser un macho antes que un varón, una máquina antes que un organismo, un verdugo antes que un protector. Fernando Solana Olivares

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