LA CASA DE PLUTÓN
La propuesta fue asumida como una extravagancia más entre tantas otras que sin cesar surgían durante aquella mutación sangrienta. Y aunque siglos después unos cuantos la advertirán como un símbolo del mundo que entonces comenzaría, en ese momento sirvió para salvar la cabeza de Jean-Jacques Lequeu, arquitecto.
Llevaba varios años en París, donde había llegado antes del estallido revolucionario gracias a una beca que la destreza adquirida en el taller de ebanistería familiar y luego en la academia local de su pueblo le hizo merecer.
Su fama profesional lo volvía sospechoso ante el Comité de Salud Pública, así sus obras expresaran una irreverente sublevación contra la moral de la Iglesia y el falso pudor del ancient regimen, casi tan revolucionaria como las frondas de aquellos años terribles. Nadie hasta entonces se había atrevido a utilizar partes íntimas femeninas en el diseño arquitectónico, ni había ideado una “arquitectura parlante” que mostrara el uso de cada edificio a través de su aspecto.
La tarde era tan desvaída y glacial como la ascética oficina donde el temido Robespierre conducía con puño de hierro las impetuosas riendas del momento histórico. Con un pavor que le costaba dominar, Lequeu se encontró ante un hombre esbelto, de estatura regular y limpias facciones, que lucía una peluca blanca y el rostro empolvado. Un grave contraste con el gorro frigio de Lequeu, demagógico atuendo a la moda según el otro pensaba.
Con gesto adusto lo invitó a desplegar sobre una atiborrada mesa los planos que traía consigo. Lequeu le mostró primero el proyecto de la Puerta de París. La descomunal escultura de la diosa de la Razón que coronaba el triunfal arco propuesto no mereció ningún comentario. Tampoco el segundo proyecto que el arquitecto le mostró, la Entrada a la casa de Plutón.
Robespierre, como consignaría un biógrafo fascinado, no tenía modelos. Operaba en una terra incognita y todo debía improvisarlo: ideología, acción, táctica, y aun el tiempo, tan inconstante. De ahí su insaciable prisa. Alguna vez expresaría que “el reinado del pueblo es de un día; el de los tiranos abarca la totalidad de los siglos”. Por eso el día revolucionario debía durar lo suficiente para volverse una época y contener un futuro.
Acaso el silencio del Incorruptible sosegó esa tarde a Lequeu, arquitecto tachado de perverso y pornógrafo por las buenas conciencias. La historia consigna que terminaría sus días muchos años después, trabajando como un oscuro burócrata y muriendo de viejo en el burdel donde vivía. Robespierre, en cambio, sería devorado por la revolución y su cabeza segada por la guillotina.
Ni la puerta a la ciudad ni a la casa de las potencias infernales se construirían jamás. Pero bastaban sus símbolos ---paradigmas de la significación y posibilitadores de que las cosas sean, puentes entre el existir y el Ser, elementos atemporales y supraconceptuales--- para preludiar la imagen invertida del inferus privador que en adelante someterá a sus mediadores, a los seres humanos invocantes.
Entre el revolucionario y el esteta habían abierto un portal sellado. El del infierno en la tierra, ese lugar donde la tradición rabínica afirma que hay un cuarto con una gran mesa redonda en cuyo centro reposa una enorme cacerola con un guiso delicioso, que las famélicas y desesperadas personas a su alrededor, provistas con cucharas de mangos mucho más largos que sus brazos, no pueden llevar a sus bocas. (El cielo, por cierto, es un lugar exactamente idéntico, pero en el cual sus alegres moradores, saludables y satisfechos, han aprendido a alimentarse los unos a los otros).
En un hilo continuo que proviene desde el pensamiento griego en el año 500 a. C. hasta el siglo diecisiete inclusive, el tema constante de Occidente había sido la concepción integral de la naturaleza, y el campo semántico inagotable llamado Dios y el Cielo en el cual residía significaban, simbólica y prácticamente, el patrón orgánico que conectaba al Cosmos con el hombre. Al volverse objeto de su voluntad humana, la biósfera y los seres humanos se transformaron en materia inerte, en naturaleza externa susceptible de ser explotada.
Aquella propuesta demencial concluyó el primer acto de un proceso que crecería hasta el predominio de los dioses sicóticos invocados a la superficie. De ahí que haya que vivir el tiempo ---incluso hoy en día--- de otra manera. Sobre todo hoy en día, dirá la lucidez.
Fernando Solana Olivares
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