ASÍ PASÓ AQUELLO
El seis de junio de 1923 El Informador, periódico editado en Guadalajara, Jalisco, publicó la noticia del asesinato de Juan Nepomuceno Pérez Rulfo cerca de la hacienda propiedad de su padre y de la cual era encargado, cometido por un enemigo suyo que le disparó un tiro a traición.
El sábado anterior, día del crimen, llegó por la mañana a la hacienda José Guadalupe Nava en estado de ebriedad. Lo había mandado el padre para que le fueran devueltas dos reses de su propiedad, encerradas en un corral por órdenes del encargado. Las bestias habían destruido las sementeras una vez más y se exigía a sus dueños el pago de un peso por animal para reparar los daños causados.
Las dificultades con los vecinos venían de antaño, porque no respetaban límites ni valladares para que sus animales pastaran en los terrenos de San Pedro. Juan Nepomuceno los fue convenciendo uno por uno. Pero quien no se dejó fue Ambrosio Nava, padre de José Guadalupe. Siguió mandando a su hato para que se metiera.
Ahora era secretario del ayuntamiento de Tolimán, pero antes había sido administrador de la hacienda, y él mismo enfrentó entonces los problemas que causaba. El capital que poseía se originaba en la administración de San Pedro, y tal vez eso era causa de su actual encono.
José Guadalupe se negó a cubrir los dos pesos y se fue diciendo que lo consultaría con su padre. Al salir lanzó amenazas delante de unos mozos de cuadra y más adelante, yendo a Tolimán, disparó su pistola cerca del río. Siguió camino hasta una taberna donde continuó bebiendo y tramó su plan.
Media hora después, Juan Nepomuceno se despidió de San Pedro para regresar a la casa familiar en San Gabriel. Decidió pasar por El Nacaxtle, un ranchito suyo. Se llevó a un mozo de compañía y los dos iban en buenas cabalgaduras con pistola y carabina. Antes de llegar a donde el camino se corta como una cicatriz rota, se pararon en la taberna y encontraron otra vez a José Guadalupe.
Juan Nepomuceno le preguntó si había visto un buey que se le había perdido. Aquel dijo que no, pero que si gustaba lo acompañaría algún rato ya que iban por el mismo rumbo. Aceptada su compañía, salieron de la taberna y los tres jinetes al fin llegaron hasta una vereda encajonada y estrecha que forma una curva en declive cerca de Arroyo Seco. Hace un embudo.
Tiburcio Orozco, el mozo que acompañaba al patrón, se adelantó para abrir una puerta al final de esa vereda que sólo acepta de uno en uno el paso de los caballos. Juan Nepomuceno agradeció la delantera pues la creyó cortesía, y avanzó a José Guadalupe por el sendero. Éste lo dejó alejarse unos pasos. Después sacó su carabina y le apuntó. La bala atravesó el cráneo y salió por la nariz. Juan Nepomuceno se desplomó muerto.
Disparó contra el mozo, pero no le dio. Tiburcio corrió hasta la hacienda para avisar del crimen. Luego vinieron las autoridades, recogieron el cadáver y fue llevado a San Pedro. La nota resumía: “El señor Pérez Rulfo deja un hogar vacío, compuesto por su esposa y cuatro niños pequeños, que en triste orfandad lloran la trágica desaparición de un hombre útil, joven y trabajador”.
Aquella lapidaria conclusión era tan vigente entonces como ahora: “El asesino, según fuimos informados, se pasea tranquilamente sin ser molestado en lo más mínimo”. La segunda vez que la esposa de Juan Nepomuceno vio al asesino de su marido paseándose libremente por la calle comenzó su propia muerte, que dejaría a Juan Rulfo huérfano de padres en un corto y fatal periodo.
Arrancado a tarascadas de su locus, lanzado a la pista de su vida con extraordinaria rapidez y violencia, viviendo una abismal tristeza ante la evaporación brutal de su familia: ¿puede pensarse que estos elementos, adversos para muchos, son para otros acción literaria, materia prima, aquello de “bebe tu sangre, poeta”? Escribir es lo único que se puede hacer con el dolor: todo edén perdido es una permanencia. Son esos pensamientos que como él mismo fabula viven y toman formas extrañas y se enredan.
Lo que es resulta inevitable. La orfandad de Juan Rulfo, ---traspuesta literariamente en el cuento ¡Diles que no me maten!, y en toda su obra--- alcanzó una condición de necesidad. La maraña de causas que causan las cosas sólo puede entenderse retrospectivamente. El escritor vive para escribir, porque escribe puede vivir.
Fernando Solana Olivares
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