Friday, March 10, 2017

NOSOTROS LOS VIEJOS

La primera pregunta fue: ¿cuántos años tiene? También podía ser la última, porque si la edad de la postulante rebasaba una cierta cifra, ni siquiera sería considerada para la plaza vacante en Historia del arte. Este semestre no se había podido ‘ofertar’ esa materia, como ahí dicen, por carencia de catedráticos. Esa inesperada pregunta dio cabida a otras: ¿cuál es la edad máxima de los maestros de asignatura como era éste el caso, quién lo decidió, con qué criterios? Vinieron las respuestas, pues esta gente siempre tiene explicaciones: sí porque sí. Treinta y cinco años máximo. Lo decidió el más reciente formato de procedimientos burocráticos dictado por la central del departamento de personal universitario, invadiendo atribuciones académicas y actuando con criterios empresariales. Y no: la joven funcionaria que daba la razones no conocía ningún enunciado que sostuviera la decisión. Ninguna razón expuesta, sólo un nuevo ucase dictado desde un escritorio por un agente de la racionalidad, la competitividad o la rentabilidad, sea esto lo que sea: malas, epistemológicamente falsas palabras en una universidad, y debieran serlo en cualquier parte del mundo real. El mundo terminal de ahora ---bien por la caída del imperio, por la erosión vaporosa de un sistema mundo y su mutación o por una crisis cósmica en curso: recuérdese que una perspectiva apocalíptica permite vivir mejor los tiempos actuales--- deberá alguna vez, si todavía le queda tiempo, transformar radicalmente la educación. Lo que gusta es la mediocridad, escribió Montherlant, porque nuestros jueces se reconocen en ella. La siega generacional que representa erradicar a los viejos ---cuya categoría universitaria comienza, por ahora, después de los treinta y cinco---, la evaporación del saber y la experiencia que muchos encarnan, y la invisibilización social que se hace de todos ellos es parte de la población prescindible que el neoliberalismo requiere, y realiza de facto. En tanto, la mayoría de las personas se definen existencialmente por su trabajo, al perderlo y luego no encontrarlo se desdefinen, dejan de ser. Con su completa pero casi siempre justa arrogancia, el misántropo Schopenhauer acepta que hasta muy tarde en su vida pudo ser capaz de formarse una idea de la pequeñez y miseria de los hombres. Hablaba con conocimiento de causa. La experiencia se entiende como el tránsito entre una negatividad ---el pensamiento ilusorio--- y una positividad ---la realidad como es. Yo actúo, decía este áspero filósofo, según la sentencia de Bías: la mayor parte de los hombres son malos. Ya era viejo al reflexionar en ello, pero era un hombre a cubierto. Filosofar brillantemente no es fácil, aunque puede filosofarse cuando se tiene una renta para vivir. ¿Qué hacen los viejos y las viejas en nuestra sociedad sin trabajo, sin ocupaciones propias y sin representar ninguna utilidad ajena? ¿Qué hace una sociedad cuando mutila la vinculación generacional de los seres humanos y niega la existencia del pasado inmediato en el presente actual, función simbólica y práctica de los viejos? ¿Qué se hace cuando juvenilia, la compulsión contemporánea por lucir y ser joven, se convierte en valor preferencial? Mientras más viejo más libre, dijo Saramago, mientras más libre más radical. Importa y a la vez no importa. La intemperie económica es embrutecedora, pero como no parece remitir o atemperarse, habrá que considerar la medicina amarga de los tres saberes: saber ser pobre, saber ser solo, saber ser viejo. Y tal vez organizar, así sea para uno mismo, la vida propia como una narrativa que nos definió. Sirve todo consuelo espiritual para lograrlo, desde luego, pues la poca ciencia de la juventud nos aleja y el agua que en la vejez se amansa nos vuelve a llevar. El Dhammapada afirma: “Contemplad este bello cuerpo, masa de dolores, montón de grumos, trastornado, en el que nada persiste”. No dejan por ello los budistas de considerar al cuerpo como templo del alma y a la vejez como la salida hacia otro plano cuando esta vida episódica terminará. Todo lo anterior quiso ser dicho en aquel instante mientras la primera pregunta se preguntó: ¿cuántos años tiene? La imberbe aspirante tenía veintiocho años, pero si hubiera tenido más y una experiencia educativa bien calificada para impartir su materia no habría sido tomada en cuenta. No porque no. Los viejos deberemos evaporarnos o pasar a otra dimensión. Fernando Solana Olivares

0 Comments:

Post a Comment

<< Home