UN ALMA SIMPLE
El ser es lo que conoce, afirma la sentencia clásica. Y ella sólo conoció el servicio a los demás. Desde esa experiencia, que pareciera ser tan reducida, lo supo todo: la alegría, la perseverancia, el método, la generosa bondad. Y el mal, desde luego, principio opuesto y complementario de cualquier manifestación. Pero no hizo mayor caso de él. Siendo un alma simple, los otros no la atribulaban con sus irritantes personales: era invulnerable gracias a ese disfraz de simpleza que algo ---el ser, un dios, el destino--- adoptó en ella. La fuerza tranquila, sosegada, de estar a los lados de las cosas, en los intersticios de la cuestión.
Su mente no era de especialista sino de principiante, por eso saludaba a la gente con la risueña cordialidad de la primera vez. Tenía sus desafectos criminosos: señoras guandajas, hombres facetos, pero a muy pocos los confiaba. Cuando lo hacía, una explosión superior de risa concluía el pecadillo venial.
Un maestro albañil, artesano que nunca supo latín y no mereció el apelativo de arquitecto, le profetizó que cuando llegara al cielo el portero de la corte celestial la rechazaría por haber sido tan tontamente buena. Ella reía al oírlo, siempre reía. Había puesto en práctica, con femenina tersura, lo que muchos años antes teorizó un jesuita que buscaba fósiles en el desierto del Gobi: de ahora en adelante, dijo, debo renunciar a mí mismo y dedicarme a servir a los demás.
Lo simple cumple una función compleja. Ella, ama de llaves de una familia que había heredado una casona en la plaza de un pueblito alteño, se convirtió en el centro de tres generaciones familiares y administró un imaginario emocional ajeno, que tomó como propio con su invariable estar ahí. Una alegoría del trabajo de servidumbre vuelto un yoga de lo cotidiano (el más difícil, dijo una santa que lo practicó) y de una pedagogía de la acción repetida una y otra vez con monótono poder. Limpiar su casa, por ejemplo, como hacía ella, cuidar de sus exuberantes plantas, cocinar para quien ocupara de comer.
La muerte, costumbre que suele tener la gente, a Socorrito, como se le llamaba, le llegó. En su estoicismo crónico no confesó enfermedad o dolor alguno hasta que un día pidió ser llevada de urgencia al hospital. Un cáncer incurable le fue detectado. Los médicos la abrieron y la volvieron a cerrar.
Ella platicó alguna vez cómo querría morir. Después de haber limpiado su casa, centro de sus recuerdos y amada máquina de residir, habiéndose bañado y después acostado a dormir. El guion no resultó tan lineal como su narrativa deseaba, pero resultó una especie de armónica danza femenina para hacerla ingresar suave, dulce, indoloramente en lo posible, a la muerte. Para ayudarla a morir con los ojos abiertos.
Se activó la función de los espejos. Hubo momentos donde dos de las cuidadoras, vinculadas a ella desde la infancia, bañaron con muda precisión su cuerpo enfermo celebrando un sacramento ritual de purificación y tránsito. Abluciones para bien morir. Un hombre bien agradecido le llevó un ramo de rosas blancas y ese encuentro pareció quedar grabado entre sus recuerdos finales.
La numerosa familia se mostró sensible y algunos vinieron a cuidarla. Entre ellos llegó una perspectiva de morir, supuestamente cristiana pero francamente sádica, que exaltaba el dolor del moribundo como supuesta expiación bendita por el dolor infligido en el pasado a su deidad crucificada. La muerte despierta pasiones y cuando el centro de algo se pierde surge, con agudeza, la poética del conflicto. Toda la bondad de ella se hizo presente, tanto como la gente del pueblo que el día entero la iba a ver y preguntaba cómo seguía. Así que la inquisidora, una cincuentona ministra y dipsómana de la moral ajena, quedó derrotada.
La danza mortuoria de esta mujer continuó entre sus cuatro hadas, las conductoras al paso final. El deceso ocurrió después del mediodía. Socorrito tomó de las manos a dos de sus ángeles de la muerte, cerró la boca y en un esfuerzo supremo se obligó a exhalar el alma por la coronilla del cráneo, una salida que las tradiciones orientales auguran como bienaventurada, superior.
Se dice que la verdad es una y los senderos que llevan a ella son incontables. Frente al mal de estas horas se oponen los pequeños bienes que la gente buena ensaya, regala, cede. Lo que no se da, se pierde, enseñan los textos hindúes. ¿Cuánto recibe quien lo da todo? Aún si es nada, hacerlo habrá valido la pena.
Fernando Solana Olivares
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