Friday, December 16, 2016

YENDO A CASA

Éramos solamente tres niños en un salón de más de veinte niñas. El colegio Margarita de Escocia no admitía grados mixtos salvo en preprimaria. Uno de ellos era Rafael Tovar, el otro yo, y el tercero, de quien el propio Rafael años después me recordaría el nombre, se ha vuelto borroso en mi memoria. Actos básicos, destinos prefigurados. Una mañana de recreo luminosa en aquella casona de la calle Andrés Bello donde ahora se levanta un moderno hotel desmesurado, jalé a una niña del delantal de su uniforme y lo rompí. La escalofriante directora decidió castigarme con una lección pública de costura. Reunió al grupo y delante de todos debí coser el delantal con grandes trabajos. Me dieron la aguja ensartada en el hilo, me hicieron mirar el desgarrón y me ordenaron comenzar. Sufrí una humillación cuya rabia debí tragarme. Luego de cinco o seis puntadas insólitas el escarmiento terminó. Se redobló entonces el disgusto que la señorita directora sentía por mí. Rafael no fue vinculado al asunto de la niña. Los dos la perseguíamos, pero había sido yo quien le diera el jalón. Años después volvimos a encontrarnos. Evocamos alguna tarde de juegos en su casa, llena de arte, de libros y muebles antiguos que mi recuerdo infantil entonces recogió devotamente. Flotaba en ella una refinada memoria de clase, de sentido histórico y bienes culturales, un origen compartido cuyos caminos se bifurcaron, razón que quizá para entonces nos separaba, pero no nos impedía recordar nuestra temprana amistad. La imagen sin cabello de Rafael Tovar, envejecido de golpe, se me impone mientras estas líneas son escritas. Pareciera que la fuerza interior como una manifestación del valor y del empeño público, más un sentido de la elegancia ética heredado de aquella burguesía histórica de la que provenía, sostuvieron en él ese regreso sin afeites, directo y descarnado como su misma significación: cumplir la tarea encomendada hasta el final. A diferencia de José Vasconcelos, quien dejó el cargo debido a las tumultuosas razones de su momento histórico, Rafael Tovar murió ejerciéndolo, poco después de obtener su mayor logro, la Secretaría de Cultura. Alguna vez le habré dicho que los Clásicos para Todos del oaxaqueño era el mismo Elitismo para Todos propuesto después por Lyotard. Entonces descubrimos nuestra mutua fascinación por Lampedusa y El Gatopardo. Quizá para entonces, un poco antes de que volviera por segunda vez al CNCA, Rafael Tovar ya no tuviera ilusiones como el príncipe Salina no las tenía, pero sabía actuar como si las tuviera, a la manera del nuevo hombre de poder, Calogero Sedara, personajes de una novela frecuentada como devoción propia por los dos. Debía creer en lo que hacía, como todo funcionario que se respete ha de hacer. Aquella ocasión y un par de veces más pudimos tratar desde cuestiones obvias hasta cosas más pequeñas: mantener las atribuciones de la Federación sobre el patrimonio arqueológico, histórico y cultural del país hasta destinar presupuesto para la reconstrucción de una infraestructura nacional que lleva décadas de descuido, de falta de inversión y deterioro. Desde detener la privatización silenciosa que viene ocurriendo a través de asociaciones filantrópicas y “de amigos” en centros culturales de patrimonio codiciable, hasta el rescate de las casas de la cultura que languidecen por todo el país. No fue así, de cualquier modo. Pero en cierto sentido sí. Es muy difícil ya instrumentar y aun pensar un proyecto nacional de ilustración masiva como forma de curación social y política. Rafael Tovar, en tiempos neoliberales, cuando la cultura es solamente un bien de consumo, fundó instituciones culturales que han representado paraguas vivenciales y protecciones estéticas apenas capaces de atemperar estos días zozobrantes. Al final queda el misterio de la muerte misma. Favorecida, prematura, inesperada, pero muerte al fin. Yendo a casa, canta Leonard Cohen, marchándose recientemente a ese otro estado, la condición desconocida donde no puede decirse nada que pueda contarse entre nosotros. Rafael Tovar descansará en paz, rodeado de su fragorosa memoria y todos sus murmullos. No será un muerto que se quede solo. Además de permanecer en el intenso recuerdo de tantos y en los anales históricos, quedará grabado en un momento de hace muchos años como si fuera una libélula. Tendrá vida mientras su recordador lo recuerde. Luego se evaporará, como todo lo nuestro que es impermanente. Fernando Solana Olivares

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