Friday, March 03, 2017

EL ORDEN DEL CAOS

A. Solía decir Paul Valéry que el desorden es un orden que nadie puede ver. De manera parecida, el tradicionalista René Guénon afirmaba que la suma de los desórdenes parciales y transitorios eran elementos que al fin quedarían absorbidos en un orden general. Esta conclusión no le impedía advertir acerca de las fuerzas oscuras que nutren el desorden actual y fomentan así el generalizado presentimiento de que algo está punto de acabarse: un mundo, una época, un ciclo histórico, en correspondencia quizá con un ciclo cósmico. Las distopías apocalípticas que culturalmente nos rodean ---toda una industria en la posmodernidad--- contienen un límite imaginativo. Quienes se hayan acostumbrado a considerar la civilización occidental como “la civilización”, sin epíteto, escribió Guénon ahora hace casi cien años, creerán que todo se acabará si esta civilización llega a perecer. B. La plaza de la época parece estar irremediablemente tomada cuando una adolescente sufre una crisis de dimensiones ontológicas al quebrarse la pantalla de su teléfono inteligente de última generación. Indiferente, distante a lo que la rodea, padres incluidos y todos los otros, menos aquellas presencias virtuales con quienes obsesivamente intercambia mensajes y mira videos, la quebradura del i phone le significa un duelo descomunal. Hasta hace no muy poco la amistad entraba por los sentidos, lo mismo que sus contrarios. Ahora la gente camina mirando hacia abajo, embrujada por un aparato tecnológico que, mientras la absorbe y abisma, la conecta cibernéticamente con otros que están más allá de su campo somático, de su horizonte físico, el cual si existe es acaso para fotografiarlo como imagen escénica. La gente se aísla y enajena al vincularse solamente así. Como si se profundizara todavía más la brecha entre el cuerpo y la mente. C. Occidente cree que el azar no está ligado con nada, puesto que no tiene ninguna causa visible. Sus filósofos lo erradicaron del dominio de la razón porque a) no se explica y b) no se puede reproducir. Es esta característica la que valora el pensamiento chino ancestral. Su filosofía considera el azar como la más bella materialización de la cualidad particular de un instante. Lo más importante del indeterminado girar de la moneda lanzada al aire es cómo termina, de qué lado cae. El emblema chino del azar es la oropéndola amarilla: las aves son las menos sumisas a las contingencias terrestres, según explica el sinólogo Cyrille Javary, y su vuelo parece carente de toda presión. Ese símbolo de libertad representa la adecuación perfecta con el instante. Los chinos creen que las aves se posan donde se deben posar, que se inmovilizan en el lugar más congruente con el conjunto de la situación. Una frase de Confucio se refiere a ello: “La oropéndola amarilla se comporta correctamente”. De ahí entonces que para ponernos a la altura del azar debemos andar desprevenidos. D. Dos inmensos bulldozers deforestan un par de agrestes colinas para sembrar agave. Lo que la naturaleza hizo en milenios esas máquinas lo destruyen en unos pocos días. Históricamente el sitio no es propicio para tales plantas, pero ahora se ha desatado una fiebre de plantíos a raíz de la exponencial demanda de la industria tequilera. Que el fin del mundo nos pille embriagándonos. Dentro de algunos años, no muchos, las colinas serán abandonadas yermas y agroquímicamente contaminadas, pues para entonces los productores de agave habrán sido sorprendidos por la crisis de precios cíclicamente dictada por los grandes monopolios. A la depredadora y nihilista acción se le llama “competitividad”. E. Así que, si todo desorden es un orden que no se puede ver, siempre habrá esperanza. ¿Dónde encontrarla, qué es? Aquí mismo, pues de no estar aquí sería lo que la lógica llama un falso problema. A la esperanza la sostiene la confianza en la existencia de algo que no se manifiesta directamente ante los sentidos pero que actúa en toda circunstancia. Ayer me asaltó una idea: habiendo habido Big Bang, un estallido de la nada hacia el todo que creó el espacio, la materia y el tiempo, debe existir un principio del mismo, una causa que lo generara y un causante de la misma. La otra explicación racionalista y atea: el todo salió de la nada, no me hace ya ningún sentido. Y me esfuerzo porque esta certeza creciente se mantenga así de abstracta e imprecisa. Las narrativas humanas de lo divino siempre han sido mucho menos interesantes que lo divino mismo. Fernando Solana Olivares

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