Friday, March 31, 2017

EL ÚLTIMO FILÓSOFO

Un cierto nivel de las cosas, del mundo y sus fenómenos es por fortuna enigmático, misterioso, está sustraído a la razón. Hubo un encuentro a partir del otoño de 1903 y durante tres años entre dos de los más grandes destructores de la civilización contemporánea. El primero de ellos cimentó ahí un odio que llegaría a ser máximamente brutal. El segundo es muy posible que no se hubiera fijado mucho en el otro. Existe una foto escolar de la secundaria austriaca de Linz tomada entonces, donde en el extremo derecho del grupo sobresale un casi niño Adolf Hitler, al cual la sombra de la imagen y la fijeza de la mirada retratan tal como será, con el gesto rencoroso y el ridículo bigotillo. En la fila de abajo, apenas a un lugar del futuro dictador, posa Ludwig Wittgenstein con serena naturalidad. Una extendida hipótesis afirma que el odio de Hitler a los judíos viene de todos los complejos que el refinado y bien vestido, hábil polemista y muy inteligente heredero de un gran industrial austrohúngaro le despertaba al hijo bastardo y provinciano. Aquel chico judío de la escuela “en quien no confiábamos demasiado”, como escribió Hitler en Mein Kampf. De la desconfianza a la destrucción hubo un paso de gato. Todos los privilegios de origen de Wittgenstein, que fueron muchos, desde el contacto directo con los más grandes músicos de la época que frecuentaban el palacio familiar hasta la más escrupulosa educación posible, desde una gran fortuna heredada que repartió entre su familia y dedicó a ayudar a otros, no tomando nada para sí, hasta una formación que desde la ingeniería mecánica lo llevó a la lógica matemática y de ahí a la filosofía, más una ejemplar vida de renunciante, carismática y objeto de culto, en la cual fue maestro de escuela primaria en lugares apartados, jardinero y solitario en el campo, doctor universitario no académico, incontrolable y siempre haciendo lo que quería hacer, todos esos bienes constituyeron peldaños que lo llevaron hasta donde llegó. A una deconstrucción radical del pensar. A una esencialidad desnuda. A pesar de su distanciamiento posterior, Wittgenstein siempre observó la frase de su amigo el arquitecto Alfred Loos: “el ornamento es delito”. Uno de sus estudiosos afirma que su vida puede seguirse como un proceso de purificación y renacimiento, así tuviera tintes neuróticos y calidades dramáticas. Perfectamente mística pero absolutamente antidevocional, de renuncia al mundo y a todo aquello, en su entorno y en su persona, que pudo distraerlo del pensar filosófico. De los diarios, por ejemplo, del radio y aun de las guerras. La retórica banal le parecía indecente: exigía respuestas graves a una sociedad donde la mayoría toma la vida con superficialidad operativa. Wittgenstein, dicen los biógrafos, asumía la vida como un deber, una tarea. Era fatigoso ser su amigo y su alumno. Uno de ellos lo definió como un “a full-time-job” en el cual podía robar el alma de los otros y hacerlos seres diferentes. Nadie que lo conociera quedaba indiferente sino impresionado por su tensión intelectual, sus preguntas obsesivas, su crítica demoledora y directa. Impresionado por su gran inteligencia, aquella soledad en llamas, según el poeta. La última legendaria afirmación de su Tractatus logico-philosophicus dice “De lo que no se puede hablar hay que callar”. A lo que se está refiriendo el filósofo terminal es aquello que está detrás de la construcción del mundo y del lenguaje: las cosas, la experiencia de las cosas, nuestro decir sobre la experiencia de las cosas. Y toda experiencia de una cosa es el seguimiento del uso de una regla, del uso de las palabras: “lo que sea un peón viene determinado sólo por las reglas del ajedrez”, explicó el filósofo. No le provocaba ninguna vergüenza reconocer su ignorancia y no comprensión de los grandes nombres de la historia de la filosofía y sus obras. “La tarea ---escribió--- es tranquilizar al espíritu con respecto a preguntas carentes de significado. Quien no es propenso a tales preguntas no necesita la filosofía”. Se trata de llevar el concepto al sentido común manifestado en el lenguaje: no hay dolor, por mencionar una de sus conocidas afirmaciones, antes del concepto “dolor”. Y sin ese concepto, uno podría preguntarse si existiría el dolor. Fue de los fundamentos de la lógica a la esencia verbal del mundo. “Diga a mis amigos que mi vida fue maravillosa”, pidió al ángel de su solitaria agonía. Fernando Solana Olivares

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