CRAKANIA/II
El ruido lo domina todo. Cioran lo pudo ver hace años: tárdese uno o diez siglos más, esta civilización está terminada. El tiempo histórico es un tiempo tan tenso que da la impresión de estar quebrándose a cada instante.
El camión de dos pisos entra a la ciudad de los adjetivos de magnitud creciente, de las sumas descomunales, y en un milagro de apretada relojería, que todavía suceden en la cosmópolis mega concentrada, ingresa de la periferia al centro sin contratiempo alguno. Y el ruido es perenne, omnipresente.
Un tópico que se trata en la ruidosa fiesta infantil donde se encuentran parientes y conocidos, rodeados de un vértigo incesante que va y viene en ráfagas de energía de más de treinta niños. El sitio de la fiesta dominical es un estudio de artista en la colonia Obrera. Un salón rectangular y grande de techos bajos en el cual los infantes retozan, brincan y sufren percances que los entretienen en un castillo inflable donde se hace la fiesta.
Los encuentros entre gente que no se ha visto en cierto tiempo son extraños y adquieren distintos tonos de tensión. La misantropía no llega a tanto como para atender al griego: “¿Vas con hombres? Regresarás disminuido”, pero es difícil resolver el consabido dilema de los erizos que se presenta en las relaciones humanas: muy juntos nos pinchamos, apartados nos enfriamos.
Una pequeña y divertida obra de teatro arrebata la tarde y se quiebra una piñata, siguiendo el ritual. Comienza la procesión salvaje un pequeño de tres o cuatro años que la zarandea con enjundia. Y alguien comenta en la reunión que las costumbres de la tribu no se cambian y que, aunque se hayan muerto nuestras virtudes, debemos de seguir cumpliendo con los ritos. Esto viene a cuento por una piñata fake, políticamente correcta, a la que hay que jalar un hilo para que entregue su tesoro, ahora de moda en el mercado pedagógico de la anti violencia farisea. No, las piñatas se tunden. Si no, no son piñatas.
Cumplido el vínculo de las descendencias: abuelos presentes en las fiestas de los nietos, el camión despega para adentrarse en Rulfiana. Y en el centro de autobuses hacia cualquier parte uno de los pocos puestos de periódicos y revistas que aún sobrevive en la sociedad digital vende el libro Narcoperiodismo del recientemente asesinado Javier Valdez Cárdenas, una atroz lectura para el regreso.
Tomó cuarenta años llegar a estos niveles de crucifixión mexicana, cuarenta años más tomará para salir de ellos, si es que lo logramos alguna vez. Seguirán contándose las víctimas y las visiones distópicas sucediéndose. Como se comentó en la fiesta infantil, sólo las catástrofes cambian las culturas. Cuán costosa se muestra ésta, acotó alguien, y ninguno lo pudo contradecir.
Viaje de regreso con imágenes pertinaces que se condensan en esto: violencia. La violencia simbólica que rodea servicios, traslados, revisiones, productos, consumos, deseos. Algo como una irritación difusa entre la gente que vive en estado de alerta ante los otros. Quizá irremediablemente rota la idea del bien común.
¿Cómo se mide la decadencia? ¿Qué es peor: Sodoma y Gomorra o el universo orwelliano o las dos cosas a la vez? Con toda su proteica multiplicidad, la cosmópolis mexicana contiene vidas innumerables y en ella se tramita e intercambia a cada instante eso que llamamos realidad. Los escenarios se desdoblan sin pausa y con muchas prisas y la violencia es transversal, al modo de una atmósfera que todo lo gobierna. El ruido es parte principal de ella.
La teoría de la novela propone la sabiduría de la incertidumbre como la ruta principal para entender y sobrevivir en nuestros días. “Nada nos enmienda de nada”, escribe Cioran. La ambición subsiste hasta el último aliento, “incluso si el orbe estuviese a punto de estallar en pedazos”. Como este ambicioso y nihilista capitalismo terminal.
Todo fin de un mundo es el fin de una ilusión. Es posible que la edad proporcione distintos lentes para ver las cosas. Y es posible que toda percepción no sea otra cosa que una proyección dirigida: se ve en el mundo lo que se proyecta en él.
La mitología sumeria afirma que el diluvio fue el castigo que los dioses infligieron al hombre a causa del ruido que hacía. ¿Cuál será el castigo por los aquelarres de ahora? Vivir el mundo sin posibilidad de amar sus miserias: el ruido, una principal. Por eso dirá el pensador rumano que el hombre es inaceptable. Cuando todo hace crack.
Fernando Solana Olivares
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