Friday, November 13, 2009

COMO UN PRÍNCIPE

Así se comportó el policía que me detuvo en la carretera. No fue un brusco “oríllese a la orilla” sino un buenos días en actitud muy cordial. “Soy el oficial tal y le ruego que apague un instante el motor”. Yo venía hablando por el celular, tal era mi infracción, la cual reconocí de inmediato. Me pidió muy comedidamente la licencia. “Sufro”, le dije, recordando a Garrick, “de un mal tan espantoso como no tenerla vigente”. Aunque no es cierto, porque le mentí a medias: adelanté los tiempos reales y le dije que ya había hecho lo que todavía no hago: tramitar mi licencia actual.
Tengo una terrible bronca con los papeles, las identificaciones, los recibos y las constancias. Ahí, como diría el Jamaicón, no me hallo. Pero este hombre refinado lo entendió sin ningún problema: ¿para qué querer ser algo cuando se es alguien?
Y me dejó partir a la continuación de mi día con un sencillo apercibimiento, una especie de multa buena-onda que debo pagar pronto en alguna tesorería pública. Ya la buscaré.
Fíjate en lo que te fijas, fíjate en lo que no te fijas. Y en existir burocráticamente nunca me he fijado, pero sé que existo a pesar de ello. El ser es ser percibido: yo me percibo a cada rato. Luego entonces, siguiendo la continuación de mi día, consideré hacer un acto de autoridad racional. Aplicar un examen sorpresa a mis alumnos, casi como antes me había sucedido con el príncipe que habría sido cochero en París y que ahora actuaba de oficial de tránsito en Lagos.
Lo anterior es un tema pendiente: la verdadera aristocracia humana, los ángeles buenos en el valle de lágrimas. Pero en cuanto al examen, no dejé pendiente nada. Rompí la regla tácita de negociar y facilitar los exámenes con la clientela estudiantil que los presenta, pues la mercancía llamada educación requiere consumidores satisfechos.
Hice cuarenta preguntas y pude haber hecho más sobre la Poética de Aristóteles, la Comedia del Arte, la peripecia y el reconocimiento, el nudo y el desenlace, sobre el teatro pobre también. Mi impulso partió de un simple silogismo: la vida no anuncia sus exámenes, ¿por qué entonces yo?
Entendí que a toda acción sigue una reacción. Cuando mis alumnos me califiquen ---así se usa ahora: al final del semestre los clientes juzgan el desempeño del profesor, el cual mientras más concededor y benevolente se comporte resulta mejor valorado---, podrán cobrar la sorpresa examinante. Pero mientras tanto deben responder cosas tan antigüas y tan actuales como la catarsis que se consigue en toda tragedia humana, si es que lo aprendieron.
¿Qué es la tragedia? Este examen, que debo leer en muchas versiones, algunas paleografiadas. Con dichos jóvenes he visto el concepto de la premeditación, del pensamiento anticipado. De siempre estar listos, en sus marcas, fuera: cuarenta cabezas cuya mayoría es femenina se inclinan sobre la silla atareadas y silenciosas para contestar las preguntas.
Tal mayoría lunar no sólo tiene que ver con la fascinación que ejercen los gineceos sino sobre todo con la época presente, cuando mientras las jóvenes estudian en las universidades, los varones de esa edad, en gran número, suelen no hacer nada. El ser es lo que conoce: serán entonces seres femeninos quienes entre nosotros conseguirán conocer. Nada mal como futura perspectiva, salvando los costos de la creciente disparidad tan visible ya entre ellas y ellos.
Esta atormentada crisis contemporánea de la conciencia masculina no es el tema. Tampoco la nueva geometría entre los géneros que derivada de la misma invierte roles y modifica saberes, trastorna aquello que Levi-Strauss llamó los patrones comunes de conducta y pensamiento. El sabio intelectual recién fallecido quizá no estaría de acuerdo. “Las costumbres de la tribu no se cambian”, dijo, para vetar sin éxito la llegada de Marguerite Yourcenar a la Academia Francesa, hasta entonces un bastión masculino.
Me pregunto si aquí, en este salón aéreo, se origina lo que vendrá, lo que va siendo. Miro a estos jóvenes como seres transicionales, oscilando entre un momento histórico que muere y otro que aún no termina de suceder. Me adelanto a lo inmediatamente visible, penetro en ello, y me respondo ---siempre hay un diálogo en la mente---, conforme a autores casi secretos llegados a mi mesa, que estoy delante de un mundo en ruinas y que nuestro acto, las musarañas caligráficas de estos jóvenes, comporta una lección cuyo alcance va más allá del resultado. Acaso tal intento, en el fondo, consiste no tanto en que aprendan qué pensar sino sobre todo cómo: la memoria personal y colectiva que solamente asocia y compara no puede llevar al conocimiento de lo nuevo, de lo desconocido.
Todos los actos están encadenados: el decentísimo trato de la mañana, aquella epifanía civil de un caballero a cargo del tráfico y las infracciones, la maravillosa película Los 39 escalones de Hitchcock vista apenas la noche anterior, y la inesperada prueba categórica de 40 preguntas que el maestro pedagógicamente decidió aplicar después. Además de causalidad existe la interdependencia: vivir es un incesante reconocimiento, una constante examinación, y a menudo no hay instrucciones suficientes para sus dilemas. De ahí que recuerde sin saber por qué al poeta burlándose del lenguaje: “Si al decir azúcar el mundo se azucara, al decir Râm quedará salvado”. Aunque creo que sí, que tiene sentido. Arrieros somos y en el lenguaje andamos.

Fernando Solana Olivares

0 Comments:

Post a Comment

<< Home