Saturday, March 27, 2010

LOS SANTOS SIN HUELLA / I

De Simone Weil se vuelve a hablar en estos días. Así como la publicación al español de sus Cuadernos hace unos cuantos años permitió conocer uno de los procesos del pensamiento contemporáneo más significativos del siglo veinte, la reciente aparición del libro de Jöel Janiaud, Simone Weil, la atención y la acción (Jus, México, 2010), refrenda la vigencia de una vida y de una obra cuyo alcance y sentido resultan hechos para comprender y en tal medida bienvivir el dramático momento histórico actual.
Si nuestra cultura estuviera ahora donde una visión optimista y sincrética dice que alguna vez radicará, esta pensadora mística francesa muerta a los treinta y cuatro años en 1943, primer lugar de su promoción universitaria en filosofía ---y en el segundo sitio, Simone de Beauvoir---, habría sido definida como el budismo llama al bodhisattva, un ser en camino a la liberación que la pospone para ayudar a los demás, o habría sido entendida como el catolicismo asume a los auténticos y tan escasos seres puros.
En cambio, a Weil se le apodó la Virgen Roja. Se asumió como marxista militante por un tiempo, pero salió indemne de tal elección ética. Colaboró en el campo de la República española y fue combatiente sin combatir debido a su fragilidad física, para después actuar como correo y miembro de la resistencia francesa durante la Segunda Guerra. Pese a haber obtenido uno de los mejores promedios finales de la prestigiosa Escuela Normal Superior de París, Simone renunció al bienestar de la docencia para trabajar como obrera en una hilandería durante un año. En ella aprendió de los obreros viejos que las heridas que sufrían los aprendices eran el oficio que entraba a sus cuerpos, el alcance del dominio obtenido mediante el dolor.
Pensó seriamente en hacerse cristiana aunque había nacido en un hogar judío no creyente. No le importaron el dogma, los intermediarios, el camino horizontal, y entró a saco en la fe católica sin cumplir con ninguno de sus rituales. Conoció a Cristo en el mundo y elevó la desdicha a la categoría de amor divino. Encarnó el imperativo de dar testimonio ---martirio, en español--- de lo divino en la vida común. Escribió siempre notas, apresurada y vital, siempre comprometida y en movimiento, de vida corta: a veces se cumple el lugar común y los elegidos de los dioses mueren jóvenes.
La obra de Simone Weil es el mapa de un viaje espiritual en el mundo tan profundo como el de Teresa de Ávila, pero en la modernidad y desde el pensamiento lógico hasta la política, la sociedad y la trascendencia. “Todos los cuerpos caen”, afirmó. Quería decir que estaba haciendo una lectura moral de las leyes de la física. La gravedad, la ley que gobierna a los cuerpos era identificada por ella como la razón del mal: “Si no existiera gravedad, el bien sería natural, y el mal sería fortuito, sorprendente; en virtud de la gravedad es al revés.” De ese modo concebía al mal como una ley de la naturaleza y al bien como su excepción: un desafío a la ley moral de gravedad. La ligereza, la liberación del peso, la levedad las otorga el bien, un reflejo de la existencia de Dios que sólo se comprueba en la relación con los otros, con la belleza del mundo y con sitios sagrados como el pensamiento humano y el universo, textos donde está inscrita la revelación de la existencia de un orden superior.
Era pequeña, menuda y nerviosa, vestía siempre una especie de faldón y zapatos planos, que hacían aún más simple lo poco que se ocupaba de sí misma, lo poco que dormía, lo poco que comía. Le interesaban las equivalencias del panteón griego---preparación histórica, según ella, para llegar al cristianismo: Zeus como Jehová, Prometeo como Cristo---, porque confiaba en que debía amarse a Dios aun si no existiera. “El pecado en mí dice ‘yo’ ---escribiría---. Es mi miseria la que hace que yo sea ‘yo’. El yo no es más que la sombra proyectada por el pecado y el error, los cuales se interponen en la luz de Dios, y a los que yo tomo por un ser.”
Suele decirse que en las mismas aguas donde los sicóticos se ahogan los místicos nadan. Como la cultura popular no reinterpreta todavía su significado, el místico es percibido como si fuera un extraviado. Al general de Gaulle le ocurrió lo mismo con Weil después de los apremiantes planes presentados por ella en Londres, cuando rogaba ser lanzada en paracaídas con un grupo de enfermeras a las trincheras de guerra. La apasionada joven que traducía del griego clásico y comprendía el sánscrito y el tibetano le pareció sólo una histérica, más molesta que peligrosa y más ingenua que atrevida.
El augusto general no pudo darse cuenta de que no estaba ante un pensamiento débil o simplemente devocional, sino ante una psicología extraordinaria que descifraba las servidumbres morales de los hombres, equivalentes a las físicas: odiamos a los otros para restablecer un equilibrio imaginario ante nuestras propias desdichas, esperamos de los otros en función de nuestro equilibrio y recibimos lo que a los otros les sobra para dárnoslo.
A diferencia de quienes suponen que el aspecto más valioso de un ser humano es su personalidad, Weil afirmaba que hay algo sagrado en cada cual que no está en su persona. Es largo el linaje cultural de quienes han sabido que el secreto de todo gran logro consiste en el abandono de sí. Santos, carpinteros, artistas, pensadores o poetas que aprecian el valor de la atención como la fuerza que permite liberarse, aunque sea fragmentariamente, de la conciencia del yo.

Fernando Solana Olivares

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