USTED Y LA MÁSCARA / I
La primera vez que dijo “yo”. Algunas personas recuerdan un momento de su vida cuando dijeron “yo”, es decir, la primera vez que tuvieron conciencia de sí mismas. Ese momento pudo haber sucedido como una negación: “yo no soy eso”, dijeron algunas. O como una afirmación: “yo soy yo”, dijeron otras. Mucha gente, en cambio, no recuerda un instante así. Pero se recuerde o no, el momento en que aparece en cada quien la conciencia de la identidad personal es importante. ¿Quién era usted antes de pronunciar esa sílaba utilizada sin descanso y alrededor de la cual se deposita prácticamente todo el interés vivencial? Antes de ello su identidad no estaba establecida por ninguna división. Usted no distinguía entre lo que era usted y lo que no era, como el niño de meses no distingue entre su propio cuerpo y aquello que ve. A esa circunstancia, que se encuentra en todo ser humano hasta que comienza a perderse entre los tres y los cinco años de edad, se le llama “conciencia participativa”. Ello significa que es una conciencia que está integrada en el mundo y forma parte de él como si no hubiera diferencias entre adentro y afuera de uno mismo, y no una conciencia que se vive a sí misma separada del mundo y percibe que el osito de felpa con el que se juega no es parte de ella sino algo exterior, algo que es “otro”.
El trámite de la separación. Sin embargo, para adquirir conciencia de sí mismo, cada quien debió aprender a definir lo que está afuera del cuerpo: los objetos y las otras personas, incluidas nuestras madres, es decir, lo que uno no es. Esa actitud se conoce como “conciencia discriminativa” y es necesaria para que la identidad personal se establezca en todo individuo, para que cada uno cobre conciencia de sí. Nuestro ego, nuestro yo, nuestra persona misma es el producto de la conciencia de esa separación, de esa discriminación entre nosotros y todo lo que está a nuestro alrededor. Si usted no puede recordar el primer momento cuando dijo “yo” o cuando dijo “yo no soy eso”, o cuando lo pensó, quizá tampoco pueda recordar la segunda ocasión en que sucedió. Pero desde entonces no deja de hacerlo sin cesar. Es la palabra más repetida por los seres humanos: yo, yo, yo. No olvide que cada vez que pronuncia ese monosílabo también está refiriéndose a la distancia que hay entre usted y el mundo físico, entre usted y los demás, aun aquellos a quienes ama. De tal modo que la conciencia de uno mismo, indispensable para ser un individuo con nombre e identidad propios en la sociedad, está fundada sobre todo en la discriminación de lo que no es cada cual, en oposiciones como “yo” y “tú”, “afuera” y “adentro”, “mío” y “suyo”.
El mundo instrumental. Todos aprendemos muy pronto en nuestras vidas a tratar el mundo de un modo instrumental: las cosas y la demás gente son herramientas para nuestro uso, placer, interés y explotación. Logramos entonces vivir separados de las cosas y de la gente, que es también la vía para separarnos de nosotros mismos. Recuerde lo siguiente: alguna vez, en sus primeros años, por más infeliz que haya sido, usted vivió una relación con el mundo no de hastío, miedo o distancia, sino de plena empatía. ¿Qué fue lo que ocurrió después? Que comenzó a considerar como ajeno todo aquello que estuviera fuera de su cuerpo, todo lo que fuera “otro”. Afuera y adentro: usted perdió esa habilidad infantil para sentirse en verdad parte del mundo. Y ahora es irremediable que usted sea usted y se comporte en el mundo como si éste estuviera compuesto de instrumentos y su satisfacción consistiera en utilizarlos: personas, objetos, usted mismo. Y como si su infelicidad dependiera de la incapacidad para manipular satisfactoriamente todo lo que está fuera de usted, todas esas herramientas. Entonces la frustración de su deseo y la sensación de fracaso provocados por su inhabilidad para controlar lo incontrolable son emociones que usted vivirá constantemente. ¿Quién puede manejar el mundo real según sus apetitos? El que lo crea se equivoca. Es cierto que los sujetos cumplen ciertos deseos, algunos pocos y otros más, pero nadie escapa a las realidades inevitables: el paso del tiempo, la presencia del dolor y la enfermedad, las pérdidas afectivas, la muerte.
¿Cómo se llama usted? No me lo diga, en realidad no importa. Usted es quien es sobre todo porque lo dice constantemente, va contando por la vida su biografía, repitiendo su nombre e identificándolo con su persona. Usted es como es porque se dice a sí mismo que así es. Si hubiera invertido la misma cantidad de tiempo y la misma energía emocional en decirse lo contrario, seguramente sería diferente, aun llevando el mismo nombre y viviendo las circunstancias propias de su existencia individual. Así como se afirma que el nombre es la cosa, muchas veces el nombre también es la persona. Es decir, que la historia de cada quien, condensada a través del nombre propio, determina la manera en la cual somos y las características de la personalidad que en parte se recibe del medio ambiente y se va construyendo a lo largo de la vida. Usted no pidió ser quien es, quien cree que es y quien los demás asumen que es: uno siempre es otro para los otros. Juegue entonces a llamarse de distinta manera: usted ya no es usted, su nombre es Nadie y su apellido Ninguno, sus tarjetas de presentación están en blanco. Así podrá encontrar la punta del hilo que lo irá sacando poco a poco del laberinto donde hasta hoy ha quedado confinada su persona y descansará por una vez de la máscara irremediable que durante toda su vida ha asumido como si fuera de verdad usted.
Fernando Solana Olivares
El trámite de la separación. Sin embargo, para adquirir conciencia de sí mismo, cada quien debió aprender a definir lo que está afuera del cuerpo: los objetos y las otras personas, incluidas nuestras madres, es decir, lo que uno no es. Esa actitud se conoce como “conciencia discriminativa” y es necesaria para que la identidad personal se establezca en todo individuo, para que cada uno cobre conciencia de sí. Nuestro ego, nuestro yo, nuestra persona misma es el producto de la conciencia de esa separación, de esa discriminación entre nosotros y todo lo que está a nuestro alrededor. Si usted no puede recordar el primer momento cuando dijo “yo” o cuando dijo “yo no soy eso”, o cuando lo pensó, quizá tampoco pueda recordar la segunda ocasión en que sucedió. Pero desde entonces no deja de hacerlo sin cesar. Es la palabra más repetida por los seres humanos: yo, yo, yo. No olvide que cada vez que pronuncia ese monosílabo también está refiriéndose a la distancia que hay entre usted y el mundo físico, entre usted y los demás, aun aquellos a quienes ama. De tal modo que la conciencia de uno mismo, indispensable para ser un individuo con nombre e identidad propios en la sociedad, está fundada sobre todo en la discriminación de lo que no es cada cual, en oposiciones como “yo” y “tú”, “afuera” y “adentro”, “mío” y “suyo”.
El mundo instrumental. Todos aprendemos muy pronto en nuestras vidas a tratar el mundo de un modo instrumental: las cosas y la demás gente son herramientas para nuestro uso, placer, interés y explotación. Logramos entonces vivir separados de las cosas y de la gente, que es también la vía para separarnos de nosotros mismos. Recuerde lo siguiente: alguna vez, en sus primeros años, por más infeliz que haya sido, usted vivió una relación con el mundo no de hastío, miedo o distancia, sino de plena empatía. ¿Qué fue lo que ocurrió después? Que comenzó a considerar como ajeno todo aquello que estuviera fuera de su cuerpo, todo lo que fuera “otro”. Afuera y adentro: usted perdió esa habilidad infantil para sentirse en verdad parte del mundo. Y ahora es irremediable que usted sea usted y se comporte en el mundo como si éste estuviera compuesto de instrumentos y su satisfacción consistiera en utilizarlos: personas, objetos, usted mismo. Y como si su infelicidad dependiera de la incapacidad para manipular satisfactoriamente todo lo que está fuera de usted, todas esas herramientas. Entonces la frustración de su deseo y la sensación de fracaso provocados por su inhabilidad para controlar lo incontrolable son emociones que usted vivirá constantemente. ¿Quién puede manejar el mundo real según sus apetitos? El que lo crea se equivoca. Es cierto que los sujetos cumplen ciertos deseos, algunos pocos y otros más, pero nadie escapa a las realidades inevitables: el paso del tiempo, la presencia del dolor y la enfermedad, las pérdidas afectivas, la muerte.
¿Cómo se llama usted? No me lo diga, en realidad no importa. Usted es quien es sobre todo porque lo dice constantemente, va contando por la vida su biografía, repitiendo su nombre e identificándolo con su persona. Usted es como es porque se dice a sí mismo que así es. Si hubiera invertido la misma cantidad de tiempo y la misma energía emocional en decirse lo contrario, seguramente sería diferente, aun llevando el mismo nombre y viviendo las circunstancias propias de su existencia individual. Así como se afirma que el nombre es la cosa, muchas veces el nombre también es la persona. Es decir, que la historia de cada quien, condensada a través del nombre propio, determina la manera en la cual somos y las características de la personalidad que en parte se recibe del medio ambiente y se va construyendo a lo largo de la vida. Usted no pidió ser quien es, quien cree que es y quien los demás asumen que es: uno siempre es otro para los otros. Juegue entonces a llamarse de distinta manera: usted ya no es usted, su nombre es Nadie y su apellido Ninguno, sus tarjetas de presentación están en blanco. Así podrá encontrar la punta del hilo que lo irá sacando poco a poco del laberinto donde hasta hoy ha quedado confinada su persona y descansará por una vez de la máscara irremediable que durante toda su vida ha asumido como si fuera de verdad usted.
Fernando Solana Olivares
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