HABLANDO DEL ESPÍRITU.
Nuestra época es pública y notoria. Y sumamente racional. Para ella no existen realidades suprasensibles: fueron canceladas como supercherías propias del orden de lo religioso cuando la razón se erigió en la deidad suprema y de ahí pasamos a estos días históricos: el reino de la cantidad, la solidificación del mundo, su rotunda e insalvable materialización. Nuestra época acepta el subconsciente (o el inconsciente, aunque este término presenta un problema semántico, pues de ser tal no podría hablarse de ello), y considera sus estados como “profundos” aunque sólo sean inferiores. Pero rechaza el supraconsciente —un correlato cuya consideración es enteramente lógica, sobre todo a partir del término opuesto: infra o sub, hoy cultivado psicológica y culturalmente con tanto esmero—, definiéndolo como un mero desorden mental, una intoxicación devocional o una fantasía patológica. La racionalidad es democracia: todo debe uniformarse hacia abajo y no hacia arriba, pues en tal estado se pierde la “igualdad” idealista que predica la época.
Hay diversos modos de referirse al nivel supraconsciente, pero su síntesis se denomina como el Espíritu, un nivel auténtico que antes de re-conocerse debe ser extraído de las dos falsificaciones demoledoras que ha sufrido en la modernidad: la negación de su existencia por parte del ateísmo científico y liberal predominante (sólo puede hablarse de lo que se percibe mediante los sentidos), y la monopolización de su existencia por parte de los fundamentalismos religiosos (sólo puede hablarse del Espíritu encarnado en una divinidad específica, la única que sería real contra todas las demás que se postulan). Autores como Ken Wilber señalan que la gran tragedia de la modernidad ha sido el hecho de que el Espíritu haya quedado fuera de la ecuación cultural.
Según ese mismo autor, cada época histórica conocida de la evolución humana gira en torno a una idea central dominante, la cual resume su visión del Espíritu. La sociedad recolectora, arcaica, percibe al Espíritu como integrado al cuerpo de la tierra. La sociedad hortícola, mágica, decide que el Espíritu exige sacrificio, no sólo el sacrificio ritual sino el de la misma humanidad, un estadio que debe trascenderse para que se obtenga una conciencia espiritual plena. La sociedad agrícola, mítica, postula que el mundo ha sido creado por la divinidad como algo simple y eternamente ahí, preestablecido e inmóvil. La sociedad moderna, racional, cree en la evolución —“el dios de la modernidad”— como el gran concepto que lo sustenta todo, y aunque niegue la condición espiritual de tal concepto, afirmarlo así resulta, paradójicamente, “una gran realización espiritual”, porque de tal manera se vincula el ser humano con esa misma evolución como co-creador de su propia historia y de su propio mundo: un hecho indiscutible, comenta Wilber, a la vez que aterrador. La sociedad posmoderna, existencial, afirma que el mundo no es una percepción sino sobre todo una interpretación. Ese gran descubrimiento: “que no existe nada dado de antemano”, coloca al ser humano en una plasticidad tal donde junto con el Espíritu “deviene cada vez más agudamente consciente de sí mismo” y “va recorriendo el camino que le conduce a despertar en la supraconciencia”.
Sin embargo, el recorrido de dicho camino no es lineal ni gratuito, no está garantizado por ningún sentimentalismo voluntarista o neoespiritualismo de la Nueva Era, y mucho menos puede pensarse como una certeza común a todos o como una perspectiva cultural generalizada. El pensamiento religioso, por ejemplo, es antimoderno porque no comprende que la evolución representa, como afirmó el naturalista Alfred Rusell Wallace, “la forma y la modalidad de las creaciones del Espíritu”. Sus líderes y oficiantes, lo mismo que sus creyentes mecánicos, están atrapados en la visión agraria del mundo —inmóvil, mítica, etnocéntrica, racista, patriarcal—, y si bien denuncian las miserias de la modernidad y se regodean con ellas, son incapaces de comprender y aceptar sus alcances humanos evolutivos (la abolición de la esclavitud, la liberación de la mujer, los derechos humanos, las imperfectas pero al fin irremplazables democracias). De ahí la ceguera estúpida del credo católico sobre el control de la natalidad, el uso del preservativo, la aceptación de la diversidad sexual y las otras formas familiares, o la resistencia a la incorporación consagrada de la mujer en sus oficios; de ahí la autoritaria crueldad inalterable de los ayatolas y ulemas islámicos. Y también, aunque su época de anclaje mental sea la modernidad racionalista, el abaratamiento pragmático del Espíritu que llevó a cabo el protestantismo capitalista.
Nuestra época ha proscrito al Espíritu porque ella es el reino de la superficie, el “mundo chato” ya descrito por Ken Wilber: una realidad inmediata, sensorial, empírica y materializada, donde no existen dimensiones superiores o más profundas y tampoco “estadios superiores de evolución de la conciencia.” Un camino descendente en el cual predominan las formas perceptibles ininterrumpidas, aquello que sólo cabe en el registro visual, lo que se toca con los dedos nada más. Su contrario es un camino ascendente que quiere ir más allá de éste, trascenderlo. Pero hay algo que regresa, aunque nunca dejó de estar. El ámbito del Espíritu aquí y ahora, una nueva y a la vez muy antigua “no dualidad”: la necesaria integración de esos dos caminos que de seguir siendo excluyentes nos llevarán a la destrucción. Una perspectiva cultural emergente sobre la que aquí se tratará.
Fernando Solana Olivares
Hay diversos modos de referirse al nivel supraconsciente, pero su síntesis se denomina como el Espíritu, un nivel auténtico que antes de re-conocerse debe ser extraído de las dos falsificaciones demoledoras que ha sufrido en la modernidad: la negación de su existencia por parte del ateísmo científico y liberal predominante (sólo puede hablarse de lo que se percibe mediante los sentidos), y la monopolización de su existencia por parte de los fundamentalismos religiosos (sólo puede hablarse del Espíritu encarnado en una divinidad específica, la única que sería real contra todas las demás que se postulan). Autores como Ken Wilber señalan que la gran tragedia de la modernidad ha sido el hecho de que el Espíritu haya quedado fuera de la ecuación cultural.
Según ese mismo autor, cada época histórica conocida de la evolución humana gira en torno a una idea central dominante, la cual resume su visión del Espíritu. La sociedad recolectora, arcaica, percibe al Espíritu como integrado al cuerpo de la tierra. La sociedad hortícola, mágica, decide que el Espíritu exige sacrificio, no sólo el sacrificio ritual sino el de la misma humanidad, un estadio que debe trascenderse para que se obtenga una conciencia espiritual plena. La sociedad agrícola, mítica, postula que el mundo ha sido creado por la divinidad como algo simple y eternamente ahí, preestablecido e inmóvil. La sociedad moderna, racional, cree en la evolución —“el dios de la modernidad”— como el gran concepto que lo sustenta todo, y aunque niegue la condición espiritual de tal concepto, afirmarlo así resulta, paradójicamente, “una gran realización espiritual”, porque de tal manera se vincula el ser humano con esa misma evolución como co-creador de su propia historia y de su propio mundo: un hecho indiscutible, comenta Wilber, a la vez que aterrador. La sociedad posmoderna, existencial, afirma que el mundo no es una percepción sino sobre todo una interpretación. Ese gran descubrimiento: “que no existe nada dado de antemano”, coloca al ser humano en una plasticidad tal donde junto con el Espíritu “deviene cada vez más agudamente consciente de sí mismo” y “va recorriendo el camino que le conduce a despertar en la supraconciencia”.
Sin embargo, el recorrido de dicho camino no es lineal ni gratuito, no está garantizado por ningún sentimentalismo voluntarista o neoespiritualismo de la Nueva Era, y mucho menos puede pensarse como una certeza común a todos o como una perspectiva cultural generalizada. El pensamiento religioso, por ejemplo, es antimoderno porque no comprende que la evolución representa, como afirmó el naturalista Alfred Rusell Wallace, “la forma y la modalidad de las creaciones del Espíritu”. Sus líderes y oficiantes, lo mismo que sus creyentes mecánicos, están atrapados en la visión agraria del mundo —inmóvil, mítica, etnocéntrica, racista, patriarcal—, y si bien denuncian las miserias de la modernidad y se regodean con ellas, son incapaces de comprender y aceptar sus alcances humanos evolutivos (la abolición de la esclavitud, la liberación de la mujer, los derechos humanos, las imperfectas pero al fin irremplazables democracias). De ahí la ceguera estúpida del credo católico sobre el control de la natalidad, el uso del preservativo, la aceptación de la diversidad sexual y las otras formas familiares, o la resistencia a la incorporación consagrada de la mujer en sus oficios; de ahí la autoritaria crueldad inalterable de los ayatolas y ulemas islámicos. Y también, aunque su época de anclaje mental sea la modernidad racionalista, el abaratamiento pragmático del Espíritu que llevó a cabo el protestantismo capitalista.
Nuestra época ha proscrito al Espíritu porque ella es el reino de la superficie, el “mundo chato” ya descrito por Ken Wilber: una realidad inmediata, sensorial, empírica y materializada, donde no existen dimensiones superiores o más profundas y tampoco “estadios superiores de evolución de la conciencia.” Un camino descendente en el cual predominan las formas perceptibles ininterrumpidas, aquello que sólo cabe en el registro visual, lo que se toca con los dedos nada más. Su contrario es un camino ascendente que quiere ir más allá de éste, trascenderlo. Pero hay algo que regresa, aunque nunca dejó de estar. El ámbito del Espíritu aquí y ahora, una nueva y a la vez muy antigua “no dualidad”: la necesaria integración de esos dos caminos que de seguir siendo excluyentes nos llevarán a la destrucción. Una perspectiva cultural emergente sobre la que aquí se tratará.
Fernando Solana Olivares
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