Monday, November 22, 2010

EL TIEMPO TERMINADO

La historia es una lenta marcha hacia lo desconocido. Aunque de pronto apresura su transcurso y parece acercarse a algún desenlace, a algún cambio abrupto, a alguna fecha terminal. Antes podría definirla aquella legendaria dualidad percibida por Dickens en su novela sobre las dos ciudades: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”, porque la historia resultaba una cuestión de perspectiva, de punto de vista o de interpretación. Su narrativa era escrita por los vencedores como una epopeya lírica y se imponía a los vencidos como una fatalidad natural. Pero hoy, salvo una mejor o más elaborada comprensión de los hechos que acontecen ---la cual debería situarse por encima del significado inmediato de tales hechos, su cuenta corta, para penetrar en su sentido simbólico, su cuenta larga, una tarea más propia de la mente divina que de la humana---, la historia contemporánea es una densa oscuridad materialista falsamente iluminada por la enajenación tecnológica, una pesadilla capitalista común al planeta que amenaza con agravarse antes de terminar.
Ahora se cumplen cien años de una revolución mexicana que se vio descarrilada, interrumpida y traicionada. No es la única, desde luego. Todas las revoluciones devoran a sus hijos y concluyen como sucedió con la francesa, que de la libertad, la igualdad y la fraternidad propuestas desembocó en el sangriento y belicista imperio napoleónico. Las dos últimas insurrecciones del siglo pasado confirman esta tendencia contradictoria: la revolución sandinista dio paso a un podrido régimen vestido discursivamente de izquierda, y la revolución iraní contra el Sha terminó en el sofocante gobierno teocrático de los ayatolas.
No debería hacernos falta ya, entonces, acusar la perversión sufrida por el proceso revolucionario nacional ---un movimiento iniciado con intenciones de transformación radical pero concluido con aquel caracterológico gatopardismo a la mexicana: que algo cambie solamente por encima para que todo lo profundo siga igual---, sino proceder a preguntarnos por las formas de curación de una patología nacional que parece insalvable y avanza sin disminuir o siquiera mejorar.
¿Dónde requeriría situarse ese comienzo, quizá utópico, de la curación nacional? ¿En las instituciones estatales, postradas por la corrupción y la impunidad, los dos males históricos y estructurales de nuestro país que han llegado a extremos siempre sobrepasados, como si nuestra capacidad pública de escándalo y sorpresa tampoco tuviera límites? ¿En el poder legislativo, una feria insensata de beneficios fácticos y grupusculares, donde el dinero de la nación se malgasta impune, grotescamente, mientras el país va desgajándose sin que un principio de realidad mínimo contenga tal deterioro? ¿En el poder judicial, alquilado al mejor postor del crimen y el delito, incapaz por remiso para hacer justicia tanto en lo grande como en lo pequeño, penetrado orgánicamente por aquellas fuerzas delictivas que debería de combatir? ¿En el poder ejecutivo y sus secretarías ineptas, productores de arbitrariedades y discursos huecos, adictos al poder por el poder mismo, subordinados a los intereses privados, partidistas y transnacionales, nunca al bien auténtico del país? ¿En el duopolio televisivo, ese Big Brother omnipotente y omnipresente, destructor de la democracia y responsable de la nihilista sustitución del ciudadano reflexivo por el consumidor alienado, responsable asimismo de la antipedagogía de la violencia y de la exaltación de la banalidad? ¿En las jerarquías eclesiásticas ajenas al mensaje evangélico, hipócritas y ciegas, simoniacas y venales? ¿En los gobiernos de los estados y sus mandatarios falaces, esperpénticos, intelectual y moralmente tan por debajo de su función? ¿En las administraciones municipales infiltradas por el narco y los cacicazgos sectarios, ansiosas de expoliar las arcas locales como lo hicieron las gestiones anteriores y lo harán las que sigan después de ellas? ¿En las universidades públicas sometidas al productivismo neoliberal y a la mercantilización del conocimiento, al gasto suntuario de las élites que las hegemonizan y no a la formación integral de su alumnado? ¿Entre los maharajás del capitalismo criollo que ya tienen todo y sin embargo quieren más? ¿Dónde, pues, más allá de las contadas excepciones que confirman las siniestras reglas decadentes en todas partes del panorama mexicano, ha de dar comienzo esta sanación nacional?
Aquel tiempo nublado colectivo que hace veinte años vio llegar Octavio Paz, ha derivado en un atroz meteoro cuyo beneficio, de tener alguno, radica en su misma y desatada intensidad. La cura de este país tan enfermo se oculta entonces en la misma naturaleza de su malestar. Cuando los órdenes públicos se derrumban sólo pueden ser restituidos desde los más pequeños formatos de la sociedad: el individuo, las parejas, las familias, la diminuta colectividad. El primer paso terapéutico es describir la enfermedad, luego avanzar hacia el diagnóstico, después instrumentar la curación y finalmente aplicar al tratamiento. La tarea da inicio en cada cual: como es adentro es afuera. Así entonces, dueños de ellos mismos e incapaces de decepción, aquellos que porfían en sanar su circunstancia externa proceden a curar su propia interioridad en una acción simultánea: quien trabaja consigo mismo a la vez trabaja para los otros que están a su alrededor. Emplea un método emocional y cognitivo que llama comprensión, así supera el autoengaño y la sentimentalización. Supera la época misma: en adelante se ocupa de su transformación.

Fernando Solana Olivares

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