MINUTA DEL CAOS
Nadie le hace nada a nadie, reza un dicho budista. Intratable aseveración cuando los malos están henchidos de apasionada intensidad y los buenos encerrados bajo su propia incertidumbre. Son los dos modos de la realidad que se enfrentan: lo sustancial y lo efímero, lo inmediato y lo trascendente. No son modos opuestos pero así se perciben y la realidad colectiva es una percepción. No existen entonces los hechos sino las interpretaciones. Sigue siendo esa facultad nuestra más entrañable condición humana: el viático de interpretar los fenómenos que pasan, suceden, unos que surgen y otros que desaparecen.
Dicho lo cual, hablemos del desfile. Primero lo que es cierto: la ineficiencia gubernamental en los festejos, sus tontas obras inconclusas: una estela de luz, un parque, et al. El despilfarro inoportuno, irresponsable, provocador. La paradoja de una derecha allendista, iturbídica y maximiliánica en el gobierno, a la cual le corresponde celebrar un bicentenario cuyo discurso ideológico y montaje patrio ---no su realización--- es de izquierda radical: Hidalgo, Morelos, Zapata y Villa. El problema de los ritos que subsisten frente a las virtudes ya vaporizadas. La subordinación televisiva del evento a sabiendas de que la sociedad está teledirigida. La manirrota contratación de un australiano productor de espectáculos para la puesta en escena. Las frívolas declaraciones disneylandescas de una de las directoras nativas del show. Los sitios memorables ignorados, las promesas de conmemoraciones no cumplidas, las omisiones en la lista de huesos de los héroes patrios. Etcétera.
Pero hay otra semiótica posible, otra lectura de lo visto, alguna otra interpretación. Durante horas, un orden fantástico que sería efímero corrió gozoso y sorprendente por las calles de la ciudad. Imágenes significantes, múltiples, metáforas visuales y símbolos profundos del inconsciente colectivo mexicano, estéticas crepusculares a granel, como si el turbulento y vital imaginario histórico de la nación se hubiera manifestado en un gran teatro urbano. O para mejor explicación: la crítica política de lo real mexicano, del estado que guardan las cosas, efectuada por el teatro y las artes escénicas nacionales, por el talento de sus realizadores, por la entrega de sus participantes, por la creatividad de sus especialistas.
Aun con tanto kitsch pirotécnico ---ese incendio neronesco montado en la azotea del palacio nacional bien podría ser una premonición destructiva, surgida en el presente del futuro de estos días---, la circulación de un Kukulcán fantasmagórico, vibrátil, reptando por las avenidas como una arcaica serpiente originaria de nuestra noche indígena; la flotación de un globo de plata virreinal a la manera de una luna llena o de una esfera intacta, sosteniendo un ángel aéreo, guardián, testigo y mensajero, el ángel de la historia que se desliza hacia adelante; los espectros revolucionarios, marionetas del ejército de los muertos operadas mecánicamente por seres vivos que contrastan y rehabilitan la vigencia social de un pasado heroico pero al fin traicionado y trágico, todavía pendiente de llevarse a cabo; un foro arquitectónicamente metamorfósico donde se actúa, en pantomimas posmodernas, la ontología teatral del mexicano, sus modos culturales, sus modas populares, su sentimentalidad e insuficiencia, su dignidad rumiante e inmóvil, sus emblemas comunes, y un niño sobre esa construcción que se expande como un organismo es el espectador y director secreto de todo ello, pues quien observa influye en lo observado; una red invisible que sostiene ágiles cuerpos que suben y bajan, armónicos y coreográficos, efectuando una arácnida grafía adherida a la nada, para formar somáticamente el término gentilicio: México; bailarines folclóricos que son diablos, guerreros, venados, palomas, tigres, amantes, derviches y chamanes; un dragón que pulula por las centenarias paredes catedralicias; y luego una estatua colosal y grisácea, bizarra instalación polisémica pero visiblemente literal levantada mediante una grúa de precisión para juntar el torso con las piernas en medio de un casi total silencio del público desde el principio hasta el final del acto ilusionista, como si el clímax fuera un anticlímax y alguna conclusión oculta debiera de sacarse al contemplar a una muchedumbre muda.
---Claro que sí es Benjamín Argumedo. El representante perfecto de los políticos mexicanos: todos chaqueteros ---afirma Laura, divertida y pícara cuando platicamos del tema, del baboso escándalo mediático vacuamente oportunista, tan idiosincrático.
Los símbolos aluden a algo más de lo que muestran. Los signos del festejo carnavalesco no deberían ser referidos sólo a ellos mismos, sino a la aparición de lo que la teoría del caos llama un “atractor extraño”, aquello que normará los sistemas en conflicto llevándolos a otra forma de relación: la misma morfología estética atractiva y extraña puesta en escena, que trasfunde y emulsiona las imágenes icónicas de la narrativa histórica, del somos como somos porque nos decimos que así somos. Es un caldero en el que hierven los avisos y mensajes provenientes de aquel lugar donde la alta fantasía llueve. Un día, entonces, desfiló por las calles de la ciudad un pasado carnavalesco que visualmente contó a los espectadores el futuro siguiente. Por eso fue efímero tal suceso. Como toda anticipación, será comprendida cabalmente sólo cuando vayan llegando sus fechas ahora ignoradas. Tenemos arte, diría Nietzsche, para no morir de realidad.
Fernando Solana Olivares
Dicho lo cual, hablemos del desfile. Primero lo que es cierto: la ineficiencia gubernamental en los festejos, sus tontas obras inconclusas: una estela de luz, un parque, et al. El despilfarro inoportuno, irresponsable, provocador. La paradoja de una derecha allendista, iturbídica y maximiliánica en el gobierno, a la cual le corresponde celebrar un bicentenario cuyo discurso ideológico y montaje patrio ---no su realización--- es de izquierda radical: Hidalgo, Morelos, Zapata y Villa. El problema de los ritos que subsisten frente a las virtudes ya vaporizadas. La subordinación televisiva del evento a sabiendas de que la sociedad está teledirigida. La manirrota contratación de un australiano productor de espectáculos para la puesta en escena. Las frívolas declaraciones disneylandescas de una de las directoras nativas del show. Los sitios memorables ignorados, las promesas de conmemoraciones no cumplidas, las omisiones en la lista de huesos de los héroes patrios. Etcétera.
Pero hay otra semiótica posible, otra lectura de lo visto, alguna otra interpretación. Durante horas, un orden fantástico que sería efímero corrió gozoso y sorprendente por las calles de la ciudad. Imágenes significantes, múltiples, metáforas visuales y símbolos profundos del inconsciente colectivo mexicano, estéticas crepusculares a granel, como si el turbulento y vital imaginario histórico de la nación se hubiera manifestado en un gran teatro urbano. O para mejor explicación: la crítica política de lo real mexicano, del estado que guardan las cosas, efectuada por el teatro y las artes escénicas nacionales, por el talento de sus realizadores, por la entrega de sus participantes, por la creatividad de sus especialistas.
Aun con tanto kitsch pirotécnico ---ese incendio neronesco montado en la azotea del palacio nacional bien podría ser una premonición destructiva, surgida en el presente del futuro de estos días---, la circulación de un Kukulcán fantasmagórico, vibrátil, reptando por las avenidas como una arcaica serpiente originaria de nuestra noche indígena; la flotación de un globo de plata virreinal a la manera de una luna llena o de una esfera intacta, sosteniendo un ángel aéreo, guardián, testigo y mensajero, el ángel de la historia que se desliza hacia adelante; los espectros revolucionarios, marionetas del ejército de los muertos operadas mecánicamente por seres vivos que contrastan y rehabilitan la vigencia social de un pasado heroico pero al fin traicionado y trágico, todavía pendiente de llevarse a cabo; un foro arquitectónicamente metamorfósico donde se actúa, en pantomimas posmodernas, la ontología teatral del mexicano, sus modos culturales, sus modas populares, su sentimentalidad e insuficiencia, su dignidad rumiante e inmóvil, sus emblemas comunes, y un niño sobre esa construcción que se expande como un organismo es el espectador y director secreto de todo ello, pues quien observa influye en lo observado; una red invisible que sostiene ágiles cuerpos que suben y bajan, armónicos y coreográficos, efectuando una arácnida grafía adherida a la nada, para formar somáticamente el término gentilicio: México; bailarines folclóricos que son diablos, guerreros, venados, palomas, tigres, amantes, derviches y chamanes; un dragón que pulula por las centenarias paredes catedralicias; y luego una estatua colosal y grisácea, bizarra instalación polisémica pero visiblemente literal levantada mediante una grúa de precisión para juntar el torso con las piernas en medio de un casi total silencio del público desde el principio hasta el final del acto ilusionista, como si el clímax fuera un anticlímax y alguna conclusión oculta debiera de sacarse al contemplar a una muchedumbre muda.
---Claro que sí es Benjamín Argumedo. El representante perfecto de los políticos mexicanos: todos chaqueteros ---afirma Laura, divertida y pícara cuando platicamos del tema, del baboso escándalo mediático vacuamente oportunista, tan idiosincrático.
Los símbolos aluden a algo más de lo que muestran. Los signos del festejo carnavalesco no deberían ser referidos sólo a ellos mismos, sino a la aparición de lo que la teoría del caos llama un “atractor extraño”, aquello que normará los sistemas en conflicto llevándolos a otra forma de relación: la misma morfología estética atractiva y extraña puesta en escena, que trasfunde y emulsiona las imágenes icónicas de la narrativa histórica, del somos como somos porque nos decimos que así somos. Es un caldero en el que hierven los avisos y mensajes provenientes de aquel lugar donde la alta fantasía llueve. Un día, entonces, desfiló por las calles de la ciudad un pasado carnavalesco que visualmente contó a los espectadores el futuro siguiente. Por eso fue efímero tal suceso. Como toda anticipación, será comprendida cabalmente sólo cuando vayan llegando sus fechas ahora ignoradas. Tenemos arte, diría Nietzsche, para no morir de realidad.
Fernando Solana Olivares
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