VIRUTAS DE ACERO / y II.
La escena es tétrica y luminosa a la vez. Representa la eterna derrota humana ante la necesidad y al mismo tiempo significa la victoria de la libertad de la conciencia ---el salto, diría Federico Engels, del reino de la necesidad al reino de la libertad.
Aquella noche de 1912, Paul Lafargue y su esposa Laura, de soltera Marx, terminaron con su vida inyectándose una sobredosis de morfina. Habían llegado a su fin las 7.000 libras que Federico Engels heredara años atrás a la mujer, hija de su entrañable mentor intelectual, de su dependiente económico y compañero político, Carlos Marx. Una herencia que ella, de acuerdo con su marido, dividiera en diez partes para vivir.
Los dos estaban cerca de los setenta años, habían perdido todos los hijos ---razón posible, según Wilson, de la desmoralización que se apoderara de ellos en la etapa postrera de su vida---, Lafargue había dejado años atrás la medicina y también el papel de lugarteniente político de su brillante y volcánico suegro. Mal sobrevivía de un estudio fotográfico en los últimos tiempos, y los camaradas socialistas, conociendo su tacañería, le llamaban El pequeño tendero. Seguramente esa noche no fue tal, sino un hombre de espíritu audaz que con pulso firme inyectó la morfina a Laura y luego a él mismo.
Eleanor Marx, la hija más parecida a Marx y la más querida, la poliédrica Tussy, jugó un destacado papel en la causa socialista. Publicó los escritos póstumos de su padre y la traducción de Madame Bovary al inglés junto con obras de Ibsen, y un año después de la muerte del fundador del marxismo comenzó una relación con Edward Aveling, un profesor casado cuya sorprendente y repulsiva fealdad quedaba desvanecida ante su gran elocuencia y encanto. Se decía que esas virtudes eran tan grandes que sólo requería media hora para fascinar a cualquier mujer, un poder que utilizaba sin escrúpulos como haría con Eleanor, a quien sus infidelidades, la última de las cuales sería el matrimonio secreto con una joven actriz, la llevaron a envenenarse.
Apenas la mañana de su muerte, Eleanor recibiría una carta donde le contaban el engaño. La nota suicida, que Aveling trató de destruir sin lograrlo, solamente decía nueve palabras: “Qué triste ha sido la vida todos estos años”. Este peso del dolor humano, este afán de la pasión moral, en palabras de Edmund Wilson, es parte de esa condena que en el caso de Marx supuso sufrir y hacer sufrir a quienes amaba, así el desenlace fatal de sus hijos no fuera su directa responsabilidad. Es el costo, diría el autor, de un empeño contra el curso de la actividad humana, contra la marea de la historia misma, de “una victoria (la del socialismo) que también sería una tragedia”.
Los destinos apacibles no están inscritos en la historia política de la izquierda marxista. Wilson señala que a pesar de todo su entusiasmo por lo humano (“Nada humano me es ajeno”, era su divisa clásica), Marx es oscuro y sombrío de una forma inhumana o brillante de una manera sobrehumana. En esta cruenta guerra, que según Walter Benjamin, otro genio triste y atribulado, viene sucediendo desde la rebelión de los esclavos dirigidos por Espartaco hasta las últimas insurrecciones opositoras, no ha cesado de imponerse una añeja “filosofía del éxito y la victoria” que legitima la razón trascendente de quienes ejercen el poder y triunfan reprimiendo a las masas, a los desposeídos.
Según un documento presentado en el Foro Económico de Davos por Oxfam, una organización internacional creada para combatir la pobreza, en 2016 el 1 por ciento más rico de la población mundial será aún más rico que el otro 99 por ciento. La acumulación plutocrática de la riqueza no cesa, la miseria económica y la desigualdad tampoco. ¿Ha servido de algo, entonces, la trágica historia que se consigna en Hacia la Estación de Finlandia para mejorar el mundo, ahogado ahora todo en aquellas “aguas heladas del cálculo egoísta” tan vívidamente descritas por el todavía vigente y actual Manifiesto Comunista?
Los sufíes hablan del arte del fracaso, donde se aprende a fluir con la vida y a pensar con el corazón. Un asunto inherente al tiempo mismo, no a la cuenta corta de las coyunturas de época sino a la cuenta larga de las transformaciones humanas profundas. Acaso por ello el poeta Rilke escribió: “¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo”. Otras horas sonarán en el reloj de la historia que va y viene como las mareas: entonces la negativa y la oposición serán virtudes.
Fernando Solana Olivares
0 Comments:
Post a Comment
<< Home