JUEVES 19, VIERNES 20.
Fue absolutamente inesperado, no percibí tanto el brutal movimiento como sus devastadoras consecuencias después. Me incorporé de la cama por las exclamaciones de mi mujer y un vago fragor proveniente del estudio, donde los inestables libreros se habían venido abajo. El mundo se estremecía rebasando cualquier costumbre: la naturaleza emplea razones que la razón desconoce.
No había mitología posible para el momento cuando sucedía lo inesperado, aquello para lo cual no se conoce aceptación. Sabíamos que los hombres erigen mitos para que al suceder lo inesperado pueda explicarse, pero ahora éstos caían al suelo junto con todos los objetos grandes y pequeños que iban cayendo también.
Un trabajador de la casa llegó contando noticias apocalípticas. Entonces comenzó el peregrinaje. Mientras más nos adentrábamos hacia el Centro de la ciudad más veíamos las ruinas de una batalla colosal y despiadada de los dioses contra los hombres, que parecía lanzada desde el cielo pero surgía de la tierra, de la serpiente ctónica agitándose en sus entrañas.
El dolor, el pasmo y el espanto se percibían como atmósfera física. Antiguos lugares del recuerdo biográfico y la memoria somática estaban aplastados, con sus ocupantes adentro y la ropa comprimida en los bordes de cicatrices estratificadas que apenas un poco antes habían sido ventanas luminosas. El edificio de la empresa de mi suegro en Insurgentes y Zacatecas había colapsado como si un gigante furioso se hubiera sentado encima. A diferencia de los edificios familiares, repletos a esas horas, en los de oficinas prácticamente no había nadie: milagrosa, providencial selección de las catástrofes.
Mi mujer regresó al sur de la ciudad, donde los daños del sismo eran considerablemente menores. Yo seguí hacia el Centro, donde los daños se habían cebado. Conforme caminaba por Cuauhtémoc y luego por Bucareli iban en aumento las construcciones caídas. Un gran número de dolientes vagaban por las aceras con rostros congelados por el horror o miraban paralizados e incrédulos, otros gritando y llorando, las casas destruidas y a sus parientes sepultados en ellas.
Las primeras horas del terremoto, a pesar de los ayes y lamentos cercanos, de las sirenas ululantes a la distancia, parecían pobladas de un silencio pánico, distinto al usual que sólo es duradero un instante. Quizá ese mismo instante, ahora pavorosamente extenso, era el que aterraba con su muda duración. Parecía haberse roto un portal de tiempo, un contenedor que luego de la trepidación regresara no a la calma sino a la inmóvil crispación.
Y los sentidos se embotaban, saturados de tanto percibir las calamidades de la ilusión de la vida ordinaria de la gente rota muy temprano por la mañana. La famosa ecuación se había calcinado: si la comedia es tragedia más tiempo ¿qué era esta tragedia instantánea cuyos efectos serían para siempre, este implacable y repentino paso de la normalidad feliz a la anormalidad desdichada?
Mi credencial metálica de periodista de La Jornada, hacia donde me dirigía, hasta el corazón de la zona del Centro de la ciudad donde las trepidantes ondas sísmicas habían destruido grandes edificios y rancios hoteles, me permitió franquear los controles que los marinos, cuyas instalaciones estaban ahí, habían organizado. Los primeros en responder ante la catástrofe para auxiliar y luego la sociedad civil y después, mucho después, el robótico gobierno estupefacto y sus tardías instituciones.
Después de traspasar los círculos dantescos y experimentar esa suspensión abrupta, atemorizante, que la realidad sufrió aquel jueves 19 y viernes 20 de septiembre de 1985, cuando el sismo del día anterior ahora era nocturno y el miedo aumentaba, sólo queda la memoria y un ejercicio cognitivo: peripecia más reconocimiento.
La tragedia enseña la condición evanescente de nuestras vidas episódicas, nuestra inerme circunstancia ante el destino. Acaso le es dada a los hombres para templar el carácter y hacerlos mejores, a la manera de un teatro de la crueldad purificante. Acaso sólo es un sádico castigo de deidades primarias y vengativas. Como sea, cicatriza y ocupa la memoria. Quien regrese a ese momento vivirá el recuerdo: la última vez que se acordó de ello.
Y será como invoca el poeta: recuerda, cuerpo, que aquellos dos días hubo otro pulso entre las cosas, una onda telúrica que las destruyó. También el corazón sentirá un estremecimiento: el noble dolor.
Fernando Solana Olivares.
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