ENCRUCIJADAS.
Estas ruinas. Las tres grandes autopistas, como las llama Juan Carlos Monedero, que nos han traído al momento actual: el capitalismo, el Estado nacional y el pensamiento moderno, están en ruinas. No muertas todavía, señala, sino en circunstancia terminal. Las cuestiones planteadas por la modernidad siguen vigentes: la libertad, la igualdad, la fraternidad, pero no las respuestas que la época ofreció para resolverlas. La modernidad ha sido un monólogo, un saber monista que comete epistemicidios con todas aquellas formas de conocimiento y experiencia que quedan fuera, o por debajo o por encima, de su enajenante ensimismamiento. Como diría el cáustico: la tecnología es la respuesta pero ¿cuál era la pregunta?
Las supresiones. El éxito del modelo neoliberal, afirma el Nobel de economía Joseph Stiglitz, consiste en haber destruido la posibilidad de pensar cualquier alternativa al mismo modelo. Tal uniformidad perversa y antinatural ha hecho funcional la globalización. Paradojas del momento: cuando los cosmólogos postulan el concepto del multiverso en oposición al universo para aludir a la multiplicidad que constituye lo existente, el pensamiento único cancela la existencia de todo lo que sea distinto a él. Al comentar el pensamiento alternativo de Boaventura de Sousa, Monedero habla de una progresión indispensable para la conciencia: doler, saber, querer, poder y hacer, que sólo empieza cuando a la razón le duele el dolor. La amnesia intencional acerca del pasado humano y sus experiencias, el partido del olvido opuesto al de la memoria, impide elaborar la desolación del reconocimiento, la construcción del espanto lúcido para entender por qué y cómo se ha llegado a este extremo del deterioro. Hoy está prohibido que a la razón le duela el dolor: es la patológica positividad social de la que habla Byung-Chul Han. De ahí que nunca como ahora hayan crecido la infelicidad y el desasosiego, el sinsentido vital.
Una batalla arquetípica. Krishnamurti, ese maestro espiritual inclasificable, afirmaba que es en el hiato, en la grieta existente entre el sujeto y el objeto donde se asientan los misterios de la condición humana. La modernidad ha consistido en la gradual cosificación de todo y de todos, en la construcción de un yo personal cada vez más maltratado y absorto en sí mismo, cada vez más ajeno a un mundo y a un universo que hostilmente percibe afuera de él. La evolución del ser humano, el proceso de su desarrollo, según Ken Wilber y Howard Gardner entre tantos otros autores, consiste en una continua disminución del egocentrismo. Pero el pensamiento materialista, el consumismo contemporáneo y las coartadas ideológicas modernas como el principio del placer freudiano se esmeran en la justificación de un individuo narcisista e incapaz de empatía con los otros y con lo otro. El usuario terminal de sí mismo posmoderno es un niño egocéntrico e insaciable, tan ávido como ahíto de cosas por adquirir. Doble engaño entonces del tener que no conduce a la realización de la persona y del carecer que la lleva a la infelicidad. Y ello en este presente perpetuo, sin pasado debido a la erosión de la memoria y sin futuro porque sólo existe el ahora virtual. ¿El largo plazo? Son los próximos diez minutos, no más.
Los descendentes. La modernidad, según Ken Wilber, y su secuela, la tardomodernidad, están “casi completamente atrapadas” en una visión plana de la realidad: el mundo sensorial, empírico y material en el que no existen dimensiones ni superiores ni más profundas ni tampoco estadios de evolución de la conciencia. Éste es el mundo puramente descendente, el mundo chato y desvaído de las formas sensoriales ininterrumpidas, de las superficies monótonas que resultan ser iguales aunque tecnológicamente simulen ser distintas, y cuya única realidad comúnmente aceptada es “lo que puede verse con los ojos, percibirse con los sentidos, registrarse con los sentimientos o venerarse con las sensaciones”.
Y sin embargo. La solución, dirán los maestros verdaderos, es desaprender, liberarse de la basura mental e ir más allá del pensamiento recibido, del pensamiento sobresocializado de la época. De Sousa propondrá aprender a “pensar lo impensado”, desarrollar una disposición a la sorpresa conceptual, al a-sombro que surge con la atención. Pensar es agradecer, afirmaba el pietismo antiguo, porque toda atención profunda es lo contrario del egocentrismo: pensar significa evolucionar. Luego vendrá la superación del pensamiento mismo, pero eso ya es otra cuestión.
Fernando Solana Olivares
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