LAS PACES CON PAZ.
Y así se reanudan las relaciones: volviendo a leer. Leo un libro delicioso e imperfecto. El asunto tiene importancia por lo que simbolizaba. Leo otra vez Vislumbres de la India de don Octavio Paz. Todo escritor se cifra en sus libros y la ideología de la sospecha, el contextualismo de la lectura, la relatividad del juicio (somos estados de conciencia y así leemos) y las teorías de la recepción permiten leer a los predecesores con la precaria suficiencia de una conjugación verbal distinta, sostenida en el presente y más cerca del futuro que del pasado y por eso virtuosa.
Sólo que ello no es cierto del todo. Nada es cierto del todo. ¿Todos mentimos? Todos. Debió haber sido un complejo personal. Si la amistad entra por los sentidos, mis sentidos nunca pudieron bien con Octavio Paz. Prefiero por ejemplo a Truman Capote, ejercitando en Ataúdes tallados a mano una escritura más penetrada todavía por las inmediatas estructuras narrativas de la realidad.
Y sin embargo Paz es el intelectual odiseico del crepúsculo de la ilustración renacentista, el Ulises que abre la búsqueda cultural y estética ---el arte no como satisfacción estética, no sólo, sino como encuentro y posesión de la verdad interpretativa, el arte como hermenéutica (¿quiere usted saber sobre la ingratitud humana?; no busque entonces ningún algoritmo, sólo lea El rey Lear).
Detrás de él no venía nadie, o eso creía. Cuando descubrí la endecha de Dharmakirti no tuve más remedio que emplearla como epígrafe de La rueca y el paraíso. Paz la había traducido con el título de “La Tradición”: “Nadie atrás, nadie adelante. / Se ha cerrado el camino / que abrieron los antiguos. / Y el otro, ancho y fácil, de todos, / no va a ninguna parte. / Estoy solo y me abro paso”. Me preocupo un poco que su cólera me alcanzara, porque ya había ido tras de mí al acusarme con el presidente Salinas y pedirle mi cabeza, la cual para entonces dirigía la sección cultural de El Nacional, periódico denostado por el fulmíneo poeta como Pravda: su parcial anti-estatismo. Le envié una carta solicitando su bendición pero no me contestó nada.
Una suma de malos entendidos se habían conjugado entre nosotros. Dicho de otro modo: una lucha de poder cultural. Así que un domingo yo estaba dormido a media tarde, descansando de las adictivas y dipsománicas tareas de periodismo de la terminada e intensa semana, cuando el teléfono sonó. Era una colaboradora: “¿Ya leíste lo de Gabriel Zaid en Proceso?” Ahí se detonó una guerra pública que iría ventilándose en las páginas de la sección cultural del periódico: Paz, Zaid, Krause y Asiain contra el editor de la sección y su derecho ilegal, pirático de publicar, traducir, cubrir, pagar y mover la república intelectual de las letras y la cultura desde los periódicos.
A Paz no podía caberle en la cabeza que el jefe de la sección se movía por su cuenta, según su leal y atrevido saber y entender. Paz creía que era un operador operado por sus enemigos de Nexos y su capitán, Carlos Fuentes, el dandy guerrillero (según la célebre calificación de Krauze, de la cual se culpaba también al maestro).
Sin duda confirmó, tiempo más tarde, la independencia del joven kamikaze que se le enfrentaba, porque confirmó la acomodaticia y fofa condición intelectual y política de Nexos, fuera eso lo que fuere. El editor se quedó entre dos fuegos: uno parnasiano, el del poeta, y otro grisáceo e intrigante y difamador. Por ahí se lo soltaron y entonces advirtió que la advertencia de su madre se había cumplido: cría fama y échate a dormir. Tú te atreves a todo, le dijeron. Se le hizo fácil pelearse con Paz.
Hace años debió escribirse un editorial desagraviante para que los rayos pacianos no calcinaran a quien se atravesaba en su camino. Ahora sólo debe precisarse: delicioso e imperfecto. La segunda definición le da un valor doble al ensayo, siempre una prueba, una demostración. Tal es su mérito humano, su entrañable limitante. El poeta vibrando en su genio sensual, absorto en India, en ragas deslumbrantes, en talles ardientes, en mujeres sinuosas enredaderas, en dioses incontables y en las peripecias de la historia, o en el lenguaje, gran casa del ser.
El poeta duerme pero el poema es insomne. Paz traduce: “Su piel es azafrán al sol tostado, son de gacela los sedientos ojos. ---Ese Dios que la hizo, ¿cómo pudo dejar que lo dejara? ¿Estaba ciego?”
Fernando Solana Olivares.
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