LA QUINTA ESQUINA.
Hace unos meses Mario Vargas Llosa confió alborozado a su agente literario el nombre de su próximo libro: Las cinco esquinas. Quizá no conocía para entonces La quinta esquina de Izraíl Métter, una obra oculta durante muchos años que recientemente ha vuelto a ser traducida al español. La coincidencia es una mera capilaridad literaria: aún sin saberlo un libro sale de otro libro.
“De todas formas lo firmarás, perra. A ver, muchachos, mostradle a esta puta dónde está la quinta esquina en nuestra habitación”. Esta es la única referencia directa en la novela de Métter a la tortura inventada por la policía soviética para impeler al torturado, entre severas golpizas, a encontrar la quinta esquina de una habitación cuadrada. La torturada es Katia, a quien Boria, el personaje principal, un alter ego del autor, ama trágica y caóticamente.
Métter terminó de escribir La quinta esquina en 1967 pero se publicó hasta 1989, más de dos décadas después. Durante años la escondió en diversos rincones para sustraerla del conocimiento del KGB. Nunca hubo una copia. La esposa de Métter tecleó el original pacientemente con un solo dedo en una máquina vieja y ruidosa que al usarse los llenaba de paranoia y aprensión.
Luego vino el juego del ocultamiento y la reserva del texto. En el posfacio de esta novela editada por Libros del Asteroide y brillantemente traducida por Selma Ancira, la incansable gran traductora del ruso al español, Mercedes Monmay destaca que La quinta esquina, esa “perturbadora y casi perfecta obra de rememoraciones hechas desde la edad adulta”, como toda obra memorable carece prácticamente de ubicación en el tiempo y el espacio. Sucede en todos lados y en cualquier momento, de ahí su condición universal y su fuerza elegiaca.
El áspero pasado en claro literario de Métter ---un estilo “tan poético como seco”--- es implacable a la manera de una depuración profunda y sintética donde la memoria del recuerdo se coagula y alcanza otro estado, antes que representar la búsqueda de una expresión estética que fijará en palabras la elusividad del recuerdo. El imperativo categórico de Joyce sigue actuando, inevitable de todos modos: “¡Escríbelo, maldita sea, escríbelo! ¿Acaso sirves para otra cosa?”
Uno más de los “dadaísmos revolucionarios” del momento le impide varias veces ingresar a la universidad debido a la profesión de su padre, un antiguo pequeño empresario judío. Dado su origen pequeñoburgués, Métter será obligado a formarse como autodidacta y, “trampeando lo que puede”, se hará profesor de matemáticas de chicos campesinos y obreros en Siberia o de jóvenes soldados en Leningrado, donde vivirá el durísimo cerco de novecientos días de duración de la guerra haciendo sátiras radiofónicas antinazis por encargo del gobierno.
Nacido en 1909 y muerto en 1996, Métter conoció desde los utópicos y románticos albores hasta la demencia política de la revolución soviética que desembocaría en la letal aberración estalinista, un agobiante y largo intervalo de su existencia que se volverá una obsesión por interrogarse e interrogar a los otros, a la generación Stalin, sobre su grado de culpa y colaboración con el horror: “Examino mi vida como se examina el trigo, poniéndolo en la palma de la mano para encontrar las semillas malas”.
Su patria era un campo de pruebas, le confió a uno de sus traductores cuando ya era un anciano vuelto de pronto famoso autor de culto, donde la historia realizaba sus experimentos sociales y no tenía en cuenta el destino de cada uno de los hombres aislados. La condición rusa de la escritura de Métter surge en la soledad desdichada de Boria, el protagonista, en su desamparo existencial, en sus medios limitados: “Yo no disponía de un piso para Katia, pero en ese momento tenía para ella una ciudad desierta al amanecer. Y confiaba en la ciudad”.
Boria afirmará en La quinta esquina que su generación ha luchado por el derecho a contar la historia política y social en primera persona. Métter lo consigue viviendo una vida difícil, triste y solitaria que se quintaesencia en prosa. Como siempre: bebe tu sangre, poeta; cuenta tu vida, narrador. Los hombres felices se parecen, los infelices son dueños de una historia particular, la que da origen a la literatura. Podría decirse que para eso se escribe, para conjurar la infelicidad. Sería una afirmación imprecisa: se escribe para fijar indeleblemente lo que se contará. La literatura no es sino una táctica de la reiteración.
Fernando Solana Olivares.
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