DIAS CRISPADOS / y I
Aún no llegan a ser los días bíblicos de la ira, pero estas horas se van cargando de violencia verbal, intolerancia y descalificación. Nadie escucha a nadie y las palabras son dardos envenenados que se lanzan contra el enemigo, quien es todo aquel cuya preferencia política no sea igual a la del interlocutor. Los amigos y las familias han dejado de hablar de candidatos y partidos, sobre todo si entre ellos existen opiniones encontradas, en los lugares públicos y en las redes, las discusiones van agriándose. Es el turbulento y fracturado piso emocional de estas elecciones que concentran tantas cuentas pendientes: mal gobierno criminalizado, vindicaciones populares, inseguridad crónica, carestía e inflación neoliberales, resentimientos mayoritarios históricos, desigualdades manipuladas como botín, hartazgos morales y desconfianzas irremediables sobre las élites corruptas y la clase política ilegitimada, divisiones sociales cada vez más profundas, subjetividades egoístas producidas por la época o imaginarios públicos y privados inducidos desde la propaganda mediática global.
Más un artefacto que el pensamiento neoliberal quiso tirar al basurero de la historia, decretándolo definitivamente superado, pero no pudo hacerlo: la lucha de clases, así sea en su versión posmarxista, posmoderna o nacional. Entonces, como si el ritmo saturnino que determina ciertos ciclos mexicanos —un ritmo de dilaciones, demoras y tardanzas— se hubiera acelerado exactamente 50 años después de la turbulencia mayor de 1968, los días crispados de ahora no suelen prodigarse en diálogos escuchando lo que el otro tendría que decir. Más bien se insulta, se adjetiva, se escribe ad hominem.
De ahí que sea tan apreciable la comedida opinión enviada a esta columna por un lector luego de la publicación del artículo de hace un par de semanas. En él me dice que observa una gran contradicción entre lo que conoce de mi pensamiento y dicho texto, el cual con varias reservas e intentando situarse en otra lógica, razonaba el apoyo a AMLO.
“Me resisto —escribe— a creer que su grado de ideologización (al que yo lo creía inmune) o su malestar por la situación del país (que compartimos) le impida ver las evidencias documentadas acerca del pasado priista de López Obrador; de sus colaboradores inmediatos captados en flagrancia y corrupción; de su apoyo público a gobernadores que muy pronto resultaron maleantes y asesinos; de sus ocurrencias sin ningún fundamento económico ni técnico; de sus ridículas e inconstitucionales propuestas moralistas y financieras; de sus alianzas con los peores sujetos de nuestra historia reciente y con sus ex enemigos jurados que ahora lo sostienen; de su intolerancia y mesianismo en diversas declaraciones pública”.
El mensaje cierra refiriéndose a la acrítica creencia de que si López Obrador gana las elecciones no será fraude, pero que si las pierde sí. Y concluye señalando la necesidad de advertir acerca del surgimiento del populismo y el protofascismo.
Matizando todo lo anterior, quitando sus sobrantes adjetivos y considerando sus afirmaciones, sus sustantivos, pueden argumentarse varias cosas. El pasado priista de López Obrador no es un presente, es un origen pero no un destino, como un falso problema, y sus alusiones recurrentes al pasado mexicano corresponden a una perspectiva nacionalista, a otra epistemología que en sí misma no indica una vuelta a lo anterior —cuestión que literalmente es imposible— sino la intención de traer al presente una dimensión histórica que podría fomentar un sentido público otra vez. Al antinacionalismo del régimen y las oligarquías, López Obrador opone la memoria común. Hacerlo responde al espíritu de la época y contiene una tensión entre lo planetario y lo nacional. Antes que condenarlo habría que intentar comprenderlo, porque si estos dos ámbitos humanos no se armonizan e integran no habrá un futuro general.
Por otra parte, aunque los malquerientes lo consideren una exculpación, hasta hoy resulta una evidencia y sigue siendo un hecho la honestidad personal y la medianía económica de López Obrador. La corrupción de sus colaboradores, en la que no participaba y de la que nada sabía —a menos que exista prueba en contrario—, no puede imputársele. El imperdonable descuido de ignorarlo, sí. Para lo otro hay ciertas respuestas y algunos sapos que tragar, o que eructar. La política sigue siendo este imperfecto arte de lo posible.
Fernando Solana Olivares
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