EL PESIMISMO DE AYER
Tiempo atrás ocurrió un encuentro en Zúrich que documentó el periodista Javier Ayuso en El País. Ahí Dirk Helbing, un académico suizo, hizo dos preguntas que conmocionaron a los presentes, sembrando el pesimismo entre ellos y dejándolos en silencio: ¿quién gobernará en un mundo roto? y ¿cómo responder a los riesgos de la inestabilidad total?
Volvió a suceder entonces lo que Sloterdijk define como “angustiosas conferencias a bordo de un barco que surca un mar de ahogados”, y los participantes del encuentro se vieron obligados a nombrar el agua turbia de la situación actual. Es curioso: la positividad impuesta por el neoliberalismo posmoderno (su “me gusta” como única posibilidad) no logra impedir que en cualquier reunión de más de tres gentes se discuta la amarga condición de estos instantes tan nietzscheanos: o nos aniquilamos o nos volvemos más fuertes como única salida.
Si a la boca ---sugiere el chiste filosófico--- viene la palabra “apocalipsis”, pronunciarla es la mejor estrategia para gestionarlo. Y aunque el tono entre grave y conminatorio de los participantes dejó al final de la reunión una atmósfera de pesadumbre en el público, “pocas razones para el optimismo”, el mero hecho de enunciar las circunstancias vigentes fue un primer paso de su eventual solución.
Elif Shafak, pensadora turca, denunció Internet y su pancake del conocimiento: “poco profundo y muy desparramado”. Una cultura superficial que usualmente proviene de sus propias fuentes, no muy confiables, y que ha fracturado la tradición ilustrada del conocimiento moderno. Una herramienta de liberación devenida en lo contrario. Moisés Naím habló de una revolución de las tres emes que ha puesto al poder y a las certezas en crisis: la del más, la de la movilidad, la de la mentalidad. Más de todo, más movimiento de personas, más mentalidad inconforme entre la gente.
Se mencionó una nueva lucha de clases: el pueblo contra las élites, que son directamente cuestionadas junto con el sistema mismo y la democracia representativa. O el surgimiento de posiciones populistas que abarcan todo el espectro político. Robert Kaplan, otro participante, tuvo una intervención shakespeariana: “Se evitan las tragedias pensando de forma trágica”, dijo, al recorrer la nómina de perturbaciones y guerras de baja o alta intensidad que están en curso ahora como la guerra cibernética.
No faltó quien recordara, para edulcorar el poco halagüeño panorama, los alcances positivos de la globalización, la reducción de la desigualdad en naciones emergentes o la mejora de ciertas condiciones de vida. Branko Milanovic, el optimista, advirtió que habría futuro sólo si se afronta esta era inestable con otras tres transformaciones profundas: la ecológica, la digital y la financiera. Mencionó una palabra con alma, así la conjugara en un mañana todavía condicionado e impreciso: habría futuro.
La lluvia que cayó después del encuentro oscureció el color de las piedras centenarias de la ciudad y encrespó con pequeñas ondas metálicas el río que la divide.
Dos hombres que habían presenciado el encuentro caminaban comentándolo. Después de aquella tarde de preguntas sin respuesta y conclusiones imposibles de alcanzar, iban platicando que los significados históricos de optimismo o pesimismo ---“palabras que sólo definen actitudes sentimentales”, acotó uno de ellos--- siguen en erosión. Otros términos que van vaciándose de sentido a gran velocidad.
Entraron al Café Rousseau y su caldeada atmósfera los confortó. Los dos estuvieron de acuerdo, sentados a una mesa, que la palabra más precisa para definir las horas actuales era “realismo”. Y que eso requería poseer temple. Exploraron la facultad necesaria para practicar un sano realismo: arrojo, valentía, contención, fuerza. Toda virtud es energía. Por eso, dijo uno, se pregunta ¿hay buen temple? para saber cómo está alguien más. Temple, templo, templanza, que es una virtud cardinal.
Acabaron hablando de la vida y su inagotable variedad. El realismo resulta un encuentro directo con lo que aparece, porque en él cabe cuanto hay. Así que no sólo la época histórica y sus males andaban por ahí. También los pequeños gestos, los tragos, la sosegada plática, la noche que despacio iba cayendo entre los dos.
Al día siguiente se marcharían y hasta hoy no han vuelto a verse. Ayer uno de ellos observó en la vitrina de una librería un libro sobre la Orden del Temple y recordó aquello que aquí se contó.
Fernando Solana Olivares
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