Friday, June 01, 2018

UN VIAJE AL REINO

No fue lo principal, desde luego, pero resultó ser justicia poética. En la primera fila del auditorio se encontraba el señor cura y su rostro iba desencajándose cada vez más. Eduardo Subirats comenzó su cátedra explicando dos o tres circunstancias que le habían impuesto un destino. Aludió a crecer en un medio conflictivo, como la mayoría de los presentes, a ser hijo de una madre huída de la Alemania nazi y de un padre sobreviviente del fascismo español. Explicó haber tenido que confrontar un mundo radical e irracionalmente dividido al ingresar a la universidad. Aquellos crímenes legitimados en nombre de la Guerra Fría: Vietnam, los golpes de estado latinoamericanos, la matanza de Tlatelolco, entre tantos episodios oscuros para los cuales el Mayo de 68 significó el único rayo de luz. Iba diciendo todo esto, una apretada síntesis de su educación intelectual ---a la cual los narradores franceses del pasado llamaron educación sentimental---, que concluía con la publicación de su tesis, El alma y la muerte, descrita como su despedida de la filosofía “profesional e intelectualmente agónica”, para comenzar “una carrera de obstáculos y caídas”. El tono era inusual, el contenido también. Y él mismo. Había capturado la atención de los oyentes desde que inició su conferencia. Subirats piensa en alemán y escribe en español. La nítida claridad de lo dicho que ello permite había impuesto un asombro desarmante, no acrítico sino suavemente estupefacto. Admirados casi todos por el magnético espectáculo de la inteligencia en acción. Menos el señor cura, pagando sin querer sus tantas cuentas, con un rictus que iba amargándosele. Subirats contaba ahora su iniciación intelectual en América Latina: México City, Sao Paulo, Lima, las culturas chamánicas de la selva y las cosmologías incas, y enfatizaba su determinante encuentro con las huellas de la violencia colonial y postcolonial impuesta por la teología política de la colonización cristiana universal de San Pablo, ese logos dominador que destruyó las culturas originales, escondió a sus dioses y negó su memoria mitológica. Había circulado antes en el campus universitario una tarjeta de invitación al acto con una cita del catedrático al reverso: “Nuestra civilización es violenta no sólo en cuanto a sus premisas teológicas, epistemológicas y políticas. Es violenta la separación entre sujeto y objeto que define el proyecto científico de potentia. Violento el sistema de uniformización teológica del cristianismo. Es violento el origen mitológico y la estructura psicológica del orden patriarcal”. Tratábase de la mención de los orígenes de la cosa: nuestra violencia se origina tan allá. Tal vez el fustigamiento lateral al cura era como subrayar sin mencionarlo el verdadero pecado original: ustedes son la causa del problema. Su dios inescrutable, colérico y cruel, epistemológicamente incompleto pues sólo representa la mitad del principio creativo que da origen a todo. Ese macho cabrío que guía al rebaño y proclamó la despiadada conquista con su monoteísmo sicótico: el único dios. Ya habían sonado los nombres de las diosas prehispánicas en el auditorio, porque Subirats había dicho que la novela Gran sertón, veredas de Guimaraes Rosa representaba un sistema metafísico de inspiración chamánica, budista y taoísta; que Los ríos profundos de Arguedas revelaba intensamente la presencia sagrada de la Gran Diosa Pachamama; que Pedro Páramo mostraba los misterios femeninos destruidos por la violencia patriarcal cristiana, y en ella hablaba Coatlicue. Había llamado fantoches a Octavio Paz y Mario Vargas Llosa con razones sintéticamente fundadas. Habló del anti humanismo colonialista y sus sistemas de dominación presentes, de la necesidad de recuperar otro humanismo respecto a su definición cristiana e imperial, que bebe en variadísimas fuentes espirituales, según dijo, del tantrismo al budismo, de los misterios mayas a la cosmología inca. No una “ilustración” al modo de los letrados castellanos (“el letrado nunca ha sido hombre de letras”), sino un “esclarecimiento” libre de la trivialización ilustrada, un esclarecimiento que logre reformular los ideales civilizatorios. La cátedra se llamó “Viaje de un idiota al reino del conocimiento”. Pero ni siquiera eso tranquilizó al señor cura, quien en cuarenta minutos miró evaporarse un dominio de siglos y suceder una vuelta al origen. Iluminaciones profanas que pudieron caber en una sola palabra: Pachamama. Fernando Solana Olivares

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