NOSOTROS, LOS ENFERMOS
A pesar de esta aciaga realidad que a menudo parece irremediable, definida por los pesimistas cristianos como un valle de lágrimas y aun por los filósofos presocráticos como un gran campo de desgracia, surgen aquí y allá nuevas maneras (aunque en el fondo sean muy antiguas) de entender mejor, o cuando menos de otra manera, la naturaleza de las cosas que nos pasan, comprendida en ellas la enfermedad. No es solamente la reiteración de un talante moral casi estoico que concibe todo acontecimiento como adorable pues significa la forma específica elegida por lo real para manifestarse ---una sabia y valiente aceptación de la fatalidad muy mal vista por el voluntarismo moderno y por su ideal del éxito a toda costa, la más falsa ideología en circulación---. Es sobre todo el surgimiento de nuevos paradigmas que poco a poco se van extendiendo culturalmente así no se conozcan directamente, pues con ellos suele pasar lo mismo, por ejemplo, que según Borges sucede con libros como Las mil y una noches, tan vastos que no es necesario haberlos leído ya que forman parte previa de nuestra memoria (y también de esta nota, como diría él).
Así las cosas, hace varios meses visité por última vez a un viejo amigo. La velada fue equívoca e inesperada: en ella brotaron agravios unilaterales, reclamos mutuos, desencuentros pendientes. Y entonces los dos, cada quien por su lado, pudimos confirmar la sentencia griega: “La amistad, esta sombra de una sombra”. Durante el áspero encuentro mi amigo comentó que nunca había soñado con su madre muerta años atrás, ausencia onírica que según él confirmaba su por completo resuelta y finiquitada relación filial. Habré opinado lo contrario, sin duda, entre otras razones porque no hay peor enemigo que quien fue el mejor amigo, pues uno sabe asuntos del otro que siempre puede usar para bien o para mal, pero también porque tal cancelación soñante me parecía sospechosa, antes un bloqueo emocional que un piadoso y maduro olvido.
Hace poco me enteré que mi antiguo camarada enfermó de cáncer y que desde antes de aquella noche, en la cual nada dijo al respecto, ya lo estaba. Tengo para mí que ésa fue la causa no manifiesta del distanciamiento que entre nosotros se produjo, de su emotividad desordenada y de mi intolerante enojo. Pero mientras yo hago aquello que humanamente es lo debido: reanudar el vínculo fraterno pidiéndole disculpas por mi inamistosa conducta y omitiendo sin rencor sus dichos ofensivos, acudo a algunos de esos nuevos paradigmas cuya formulación proviene de una certeza culturalmente readquirida: que todo acto, todo pensamiento y toda enfermedad son, quiérase o no, voluntarios.
Un investigador afirma que el famoso cuadro del pintor Grant Wood, Gótico Americano, el cual representa a un predicador estadounidense del Medio Oeste y a su hija sobre un fondo arquitectónico neogótico con la apariencia de un realismo flamenco inhabitual en el arte de su momento, sensación pictórica en el Chicago de 1930 que se convertiría en un icono del arte contemporáneo, evidencia en los rostros de sus dos personajes la inexpresividad común a muchos enfermos de cáncer, pues entre los factores psicológicos implicados en dicho padecimiento ---un desorden del sistema inmunológico del sujeto--- el principal lo constituyen las emociones reprimidas.
Diversos estudios médicos postulan que los enfermos de cáncer recuerdan sus sueños con más dificultad que otro tipo de pacientes, tienen menos cambios de pareja (separaciones o divorcios), menos síntomas de enfermedades que reflejen conflictos mentales (úlceras, jaquecas, asmas), tienden a no mostrar sus verdaderos sentimientos, no han tenido relaciones estrechas o satisfactorias con sus padres, son personas autocontroladas, poco autónomas y poco espontáneas: “Por lo general ---según un terapeuta especialista en oncología---, han experimentado un vacío en sus vidas: una desilusión, expectativas no cumplidas. Es como si la necesidad de crecimiento se transformase en una metáfora física”. Conforme a este criterio, cuando la infelicidad y las penas no se manifiestan son capaces de provocar graves alteraciones del sistema inmunológico.
Entonces puede corroborarse, con el poeta John Donne, que “Nadie es una isla”, y la semántica de cualquier enfermedad tanto como sus metáforas comprueban que si el cuerpo-mente es un proceso, no materia perdurable sino pautas que se perpetúan a sí mismas, todo desorden patológico, desde un resfriado hasta un infarto, se origina en la totalidad de la persona, en ese campo oscilatorio situado en otros campos más amplios. Así, nunca se enferma el cuerpo mientras la mente queda indemne, o viceversa. La salud, según estas visiones holísticas, consiste en la capacidad orgánica para transformar y dar sentido a toda información nueva, para adaptarse a una realidad en transformación constante, sea un virus, una atmósfera física o una circunstancia emocional. El sistema inmunólogico se encarga de integrar las circunstancias del medio, virus o alergógenos, siempre y cuando no sucumba ante las tensiones psicológicas del individuo. Louis Pasteur afirmaba que lo importante en la enfermedad no eran los gérmenes sino el ámbito, es decir, la circunstancia personal.
Sería falso y hasta abusivo establecer que mi amigo no hubiera enfermado si, acaso, soñara con su madre más a menudo. Factores genéticos o predisposiciones exteriores lo mismo influyen en la morbilidad. Pero lo nuevo paradigmático es lo viejo hoy vuelto a saberse: nosotros, los enfermos, también somos ese proceso que llamamos enfermedad.
Fernando Solana Olivares
Así las cosas, hace varios meses visité por última vez a un viejo amigo. La velada fue equívoca e inesperada: en ella brotaron agravios unilaterales, reclamos mutuos, desencuentros pendientes. Y entonces los dos, cada quien por su lado, pudimos confirmar la sentencia griega: “La amistad, esta sombra de una sombra”. Durante el áspero encuentro mi amigo comentó que nunca había soñado con su madre muerta años atrás, ausencia onírica que según él confirmaba su por completo resuelta y finiquitada relación filial. Habré opinado lo contrario, sin duda, entre otras razones porque no hay peor enemigo que quien fue el mejor amigo, pues uno sabe asuntos del otro que siempre puede usar para bien o para mal, pero también porque tal cancelación soñante me parecía sospechosa, antes un bloqueo emocional que un piadoso y maduro olvido.
Hace poco me enteré que mi antiguo camarada enfermó de cáncer y que desde antes de aquella noche, en la cual nada dijo al respecto, ya lo estaba. Tengo para mí que ésa fue la causa no manifiesta del distanciamiento que entre nosotros se produjo, de su emotividad desordenada y de mi intolerante enojo. Pero mientras yo hago aquello que humanamente es lo debido: reanudar el vínculo fraterno pidiéndole disculpas por mi inamistosa conducta y omitiendo sin rencor sus dichos ofensivos, acudo a algunos de esos nuevos paradigmas cuya formulación proviene de una certeza culturalmente readquirida: que todo acto, todo pensamiento y toda enfermedad son, quiérase o no, voluntarios.
Un investigador afirma que el famoso cuadro del pintor Grant Wood, Gótico Americano, el cual representa a un predicador estadounidense del Medio Oeste y a su hija sobre un fondo arquitectónico neogótico con la apariencia de un realismo flamenco inhabitual en el arte de su momento, sensación pictórica en el Chicago de 1930 que se convertiría en un icono del arte contemporáneo, evidencia en los rostros de sus dos personajes la inexpresividad común a muchos enfermos de cáncer, pues entre los factores psicológicos implicados en dicho padecimiento ---un desorden del sistema inmunológico del sujeto--- el principal lo constituyen las emociones reprimidas.
Diversos estudios médicos postulan que los enfermos de cáncer recuerdan sus sueños con más dificultad que otro tipo de pacientes, tienen menos cambios de pareja (separaciones o divorcios), menos síntomas de enfermedades que reflejen conflictos mentales (úlceras, jaquecas, asmas), tienden a no mostrar sus verdaderos sentimientos, no han tenido relaciones estrechas o satisfactorias con sus padres, son personas autocontroladas, poco autónomas y poco espontáneas: “Por lo general ---según un terapeuta especialista en oncología---, han experimentado un vacío en sus vidas: una desilusión, expectativas no cumplidas. Es como si la necesidad de crecimiento se transformase en una metáfora física”. Conforme a este criterio, cuando la infelicidad y las penas no se manifiestan son capaces de provocar graves alteraciones del sistema inmunológico.
Entonces puede corroborarse, con el poeta John Donne, que “Nadie es una isla”, y la semántica de cualquier enfermedad tanto como sus metáforas comprueban que si el cuerpo-mente es un proceso, no materia perdurable sino pautas que se perpetúan a sí mismas, todo desorden patológico, desde un resfriado hasta un infarto, se origina en la totalidad de la persona, en ese campo oscilatorio situado en otros campos más amplios. Así, nunca se enferma el cuerpo mientras la mente queda indemne, o viceversa. La salud, según estas visiones holísticas, consiste en la capacidad orgánica para transformar y dar sentido a toda información nueva, para adaptarse a una realidad en transformación constante, sea un virus, una atmósfera física o una circunstancia emocional. El sistema inmunólogico se encarga de integrar las circunstancias del medio, virus o alergógenos, siempre y cuando no sucumba ante las tensiones psicológicas del individuo. Louis Pasteur afirmaba que lo importante en la enfermedad no eran los gérmenes sino el ámbito, es decir, la circunstancia personal.
Sería falso y hasta abusivo establecer que mi amigo no hubiera enfermado si, acaso, soñara con su madre más a menudo. Factores genéticos o predisposiciones exteriores lo mismo influyen en la morbilidad. Pero lo nuevo paradigmático es lo viejo hoy vuelto a saberse: nosotros, los enfermos, también somos ese proceso que llamamos enfermedad.
Fernando Solana Olivares
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