UNA VERDAD CONVENIENTE
El presupuesto mexicano para evitar o aminorar las inundaciones en Tabasco fue gastado al engrosar la fortuna de quienes lo manejaron y reforzar sus intereses politicos.
Hace casi tres años se publicaron en este espacio, con el nombre que entonces llevaba, las líneas siguientes:
“Tiene razón del todo Eduardo Subirats cuando escribe, en un texto esclarecedor para entender los duros tiempos actuales, que ‘no existen catástrofes naturales que no sean al mismo tiempo los daños colaterales de un sistema económico intrínsecamente irracional’ (La Jornada, 2/X/05), refiriéndose a la tragedia de Nueva Orleans causada por el huracán Katrina. Subirats afirma que ‘las catástrofes naturales no existen. Ni existe una naturaleza independiente de la naturaleza humana. Ni desde el punto de vista de las cosmogonías antiguas, ni desde el punto de vista de las geopolíticas militares modernas’.”
El texto refería las inquietudes de este penetrante crítico del mundo global sobre aquello que llamaba lo nuevo y radicalmente amenazador de la tragedia de Luisiana: “la representación política y mediática como accidente natural de lo que en realidad es un desastre producido por factores industriales y económicos globales (calentamiento atmosférico) y locales (el deterioro ecológico de las costas del Golfo de México por su explotación irracional).” Frases atrás, Subirats había explicado que lo inédito de Katrina también era el vínculo —“el intercambio de signos”— que presentaba entre la guerra global y la catástrofe ecológica e industrial, pues el presupuesto para los diques protectores se gastó en atacar a Irak.
En cambio, el presupuesto mexicano para evitar o aminorar las inundaciones en Tabasco fue gastado seguramente al engrosar la fortuna personal de quienes lo manejaron y reforzar sus ambiciones electorales e intereses políticos. La corrupción nacional es tan profunda y visible que no haría falta acreditarla pues brota en todas partes, sea denunciada o no. Y porque la época es tan opaca hoy se establecen institutos públicos dedicados a vigilar la transparencia burocrática: un intercambio de signos entre la catástrofe producida por la codicia y la impunidad como una forma orgánica de gobierno.
Los mexicanos vivimos y morimos sabiendo que nuestro país es irremediablemente corrupto, pues desde su fundación fue percibido como un botín por quienes lo conquistaron. Los cargos virreinales eran vendidos al mejor postor y a partir de entonces la cosa pública resultó envilecida. Ni los esfuerzos épicos de la Independencia, la Reforma o la Revolución lograron mutar esa caracterología profunda. De tal manera que no es nuevo el caso donde la desgracia colectiva se ve agravada por la podredumbre y la irresponsabilidad gubernamentales.
Lo que ahora parece haber cambiado es el ritmo, la ansiedad de aquella compulsión hacia el soborno y el malgobierno. Por una parte obedece a un proceso de venalidad cada vez más insoportable, a tantos años de robo, expoliación y latrocinio sufridos por el país, a un dilatado periodo de inmoralidad cívica que se ha convertido en un arraigado ejemplo, esa orden silenciosa para hacer lo mismo y aun empeorarlo, como dramáticamente lo demuestra la pueril (el mal siempre es banal), ineficaz y corrupta presidencia foxista. Pero también guarda el carácter de una cada vez más apresurada fuga hacia delante, en la cual los depredadores económicos de toda laya, públicos y privados, parecieran olfatear que después de sus fantásticas e indebidas ganancias en tortillas, bancos, carreteras, monopolios mediáticos, comunicaciones, petróleo, desarrollos habitacionales, etcétera, quizá sobrevenga nuestro histórico apocalipsis nacional. Los maharajás nativos ocuparán sus refugios en el extranjero y nos dejarán de importar: allá ellos con su karma y su conciencia, con su ahíta acumulación.
Luego entonces no cuadra la insistencia de los involucrados en la responsabilidad del desastre tabasqueño, desde el presidente Calderón hasta el director de la CFE, el Colegio de Ingenieros y tantos otros, para afirmar que los sucesos hidrológicos obedecieron al calentamiento global: en cuyos labios la verdad inconveniente (y en su caso, parcial) de Al Gore sobre el trastorno climático se vuelve una verdad conveniente, una coartada a modo y además una reiteración: no habrá justicia y racionalidad algunas, pues la impunidad y el sin sentido provienen del mismo sistema que debería cumplir la ley y servir al pueblo.
Más que triste es coherente, más que lastimoso es lógico. La clase política y las élites mexicanas, el Segundo Estado fáctico que ha medrado con la realidad nacional y la ha llevado a su situación conocida: los peajes carreteros más caros del mundo y proporcionalmente las peores carreteras del mundo, el gasto hidráulico más caro del mundo y las inundaciones diluviales, y así en casi todo lo demás, suele comportarse tan desatinada y avariciosamente como lo hicieron otras oligarquías históricas fracasadas: los aztecas mismos, según la historiadora que documenta esa marcha de la estupidez en un libro titulado igual.
¿Así que conforme a la versión oficial es interesadamente falso el señalamiento de López Obrador acerca de las presas públicas del sureste mantenidas a su máxima capacidad de aforo para disminuir la producción y abrirle mercado a los vendedores de energía privados? Afirmarlo y creerlo está en la misma lógica demostrativa de las balsas mandarina inservibles y las plataformas petroleras siniestradas, el más reciente fraude del neoliberalismo estatal concesionado.
La pregunta sigue siendo adivinatoria: ¿hasta cuándo?, pues los signos intercambiables parecen mostrar que ya está corriendo un apresurado plazo.
Fernando Solana Olivares
Hace casi tres años se publicaron en este espacio, con el nombre que entonces llevaba, las líneas siguientes:
“Tiene razón del todo Eduardo Subirats cuando escribe, en un texto esclarecedor para entender los duros tiempos actuales, que ‘no existen catástrofes naturales que no sean al mismo tiempo los daños colaterales de un sistema económico intrínsecamente irracional’ (La Jornada, 2/X/05), refiriéndose a la tragedia de Nueva Orleans causada por el huracán Katrina. Subirats afirma que ‘las catástrofes naturales no existen. Ni existe una naturaleza independiente de la naturaleza humana. Ni desde el punto de vista de las cosmogonías antiguas, ni desde el punto de vista de las geopolíticas militares modernas’.”
El texto refería las inquietudes de este penetrante crítico del mundo global sobre aquello que llamaba lo nuevo y radicalmente amenazador de la tragedia de Luisiana: “la representación política y mediática como accidente natural de lo que en realidad es un desastre producido por factores industriales y económicos globales (calentamiento atmosférico) y locales (el deterioro ecológico de las costas del Golfo de México por su explotación irracional).” Frases atrás, Subirats había explicado que lo inédito de Katrina también era el vínculo —“el intercambio de signos”— que presentaba entre la guerra global y la catástrofe ecológica e industrial, pues el presupuesto para los diques protectores se gastó en atacar a Irak.
En cambio, el presupuesto mexicano para evitar o aminorar las inundaciones en Tabasco fue gastado seguramente al engrosar la fortuna personal de quienes lo manejaron y reforzar sus ambiciones electorales e intereses políticos. La corrupción nacional es tan profunda y visible que no haría falta acreditarla pues brota en todas partes, sea denunciada o no. Y porque la época es tan opaca hoy se establecen institutos públicos dedicados a vigilar la transparencia burocrática: un intercambio de signos entre la catástrofe producida por la codicia y la impunidad como una forma orgánica de gobierno.
Los mexicanos vivimos y morimos sabiendo que nuestro país es irremediablemente corrupto, pues desde su fundación fue percibido como un botín por quienes lo conquistaron. Los cargos virreinales eran vendidos al mejor postor y a partir de entonces la cosa pública resultó envilecida. Ni los esfuerzos épicos de la Independencia, la Reforma o la Revolución lograron mutar esa caracterología profunda. De tal manera que no es nuevo el caso donde la desgracia colectiva se ve agravada por la podredumbre y la irresponsabilidad gubernamentales.
Lo que ahora parece haber cambiado es el ritmo, la ansiedad de aquella compulsión hacia el soborno y el malgobierno. Por una parte obedece a un proceso de venalidad cada vez más insoportable, a tantos años de robo, expoliación y latrocinio sufridos por el país, a un dilatado periodo de inmoralidad cívica que se ha convertido en un arraigado ejemplo, esa orden silenciosa para hacer lo mismo y aun empeorarlo, como dramáticamente lo demuestra la pueril (el mal siempre es banal), ineficaz y corrupta presidencia foxista. Pero también guarda el carácter de una cada vez más apresurada fuga hacia delante, en la cual los depredadores económicos de toda laya, públicos y privados, parecieran olfatear que después de sus fantásticas e indebidas ganancias en tortillas, bancos, carreteras, monopolios mediáticos, comunicaciones, petróleo, desarrollos habitacionales, etcétera, quizá sobrevenga nuestro histórico apocalipsis nacional. Los maharajás nativos ocuparán sus refugios en el extranjero y nos dejarán de importar: allá ellos con su karma y su conciencia, con su ahíta acumulación.
Luego entonces no cuadra la insistencia de los involucrados en la responsabilidad del desastre tabasqueño, desde el presidente Calderón hasta el director de la CFE, el Colegio de Ingenieros y tantos otros, para afirmar que los sucesos hidrológicos obedecieron al calentamiento global: en cuyos labios la verdad inconveniente (y en su caso, parcial) de Al Gore sobre el trastorno climático se vuelve una verdad conveniente, una coartada a modo y además una reiteración: no habrá justicia y racionalidad algunas, pues la impunidad y el sin sentido provienen del mismo sistema que debería cumplir la ley y servir al pueblo.
Más que triste es coherente, más que lastimoso es lógico. La clase política y las élites mexicanas, el Segundo Estado fáctico que ha medrado con la realidad nacional y la ha llevado a su situación conocida: los peajes carreteros más caros del mundo y proporcionalmente las peores carreteras del mundo, el gasto hidráulico más caro del mundo y las inundaciones diluviales, y así en casi todo lo demás, suele comportarse tan desatinada y avariciosamente como lo hicieron otras oligarquías históricas fracasadas: los aztecas mismos, según la historiadora que documenta esa marcha de la estupidez en un libro titulado igual.
¿Así que conforme a la versión oficial es interesadamente falso el señalamiento de López Obrador acerca de las presas públicas del sureste mantenidas a su máxima capacidad de aforo para disminuir la producción y abrirle mercado a los vendedores de energía privados? Afirmarlo y creerlo está en la misma lógica demostrativa de las balsas mandarina inservibles y las plataformas petroleras siniestradas, el más reciente fraude del neoliberalismo estatal concesionado.
La pregunta sigue siendo adivinatoria: ¿hasta cuándo?, pues los signos intercambiables parecen mostrar que ya está corriendo un apresurado plazo.
Fernando Solana Olivares
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