El budismo político
Decirlo de tal modo quizá significa un despropósito, pero así es como aparece. Son los monjes budistas de Myanmar, antes Birmania, quienes en días recientes han encabezado las protestas públicas contra las alzas del combustible y ahora han sido expulsados de sus monasterios para llevarlos a campos de concentración. Hacen y sufren política, pues resisten ante la brutal tiranía militar que oprime al país. Si la oscura y enigmática dictadura de Corea del Norte —aparentemente en sus postrimerías— es unipersonal, la junta militar birmana que gobierna con puño de hierro desde hace décadas, y que desde entonces ignora los reclamos internacionales debido a sus atrocidades, está formada por más de una decena de generales, un directorio de accionistas y dueños del poder. En frente de ellos está la líder de la oposición, premiada con el Nobel de la Paz y bajo arresto domiciliario también desde hace años, Aung San Suu Kyi, una mujer que luce tan serena y refinada como dispuesta a ganar la dilatada batalla por construir la democracia birmana y liberarse del sanguinario y corrupto yugo militar.
En Birmania, la antigua Burma conquistada por los ingleses, se ha practicado desde hace dos mil años el budismo histórico más antiguo, el theravada, que daría origen a las escuelas budistas posteriores. Tal vez una comparación pueda poner en perspectiva lo inesperado que resulta la politización budista theravada en la lucha popular birmana contra los militares. El budismo de los antiguos o mayores, significado del término theravada, propone como ideal de salvación personal el modelo del llamado arahant: aquel que se consagra por todos sus medios y con las técnicas psicofisiológicas adecuadas a obtener la iluminación personal —una acción que consiste en salir de la rueda a la que, según los escasos preceptos doctrinales que el budismo tiene, todos los seres humanos estamos sometidos: nacer, existir, morir—.
Precisamente ese modelo de acción en solitario llevó a sus oponentes a llamarlo “pequeño vehículo” (budismo hinayana), pues sólo era practicable para unos cuantos. Surgió su versión complementaria: el budismo del “gran vehículo” (budismo mahayana), dispuesto a masificar las enseñanzas del Buda, donde se propuso otro tipo de ideal: el del bodhisattva, aquel que posterga su liberación de la rueda del nacer y el morir hasta que los demás seres sintientes la hayan obtenido.
Volviendo al tema, ya que podría mencionarse que este modelo inspiró directamente, según algunos, al mismo Jesucristo, quien acaso conoció textos budistas en arameo, uno de los idiomas empleados en su tiempo por el emperador hindú budista Asoka para divulgarlos, y de allí seguir a otras consideraciones, el budismo birmano podría suponerse todavía más impermeable e indiferente a lo que ocurre en el mundo común, pues éste es descrito por el Buda como impermanente, insustancial e insatisfactorio.
Tales tres factores son el meollo de la explicación budista acerca de la naturaleza de la realidad: el mundo es enteramente pasajero; ninguna cosa o ser que lo constituye existe por sí o tiene sustancia propia; existir resulta entonces insatisfactorio porque produce dukha, dolor. Parece una doctrina triste y desesperanzada, pero absolutamente no lo es. Por ejemplo, exalta la alegría (pitti) como un estado que conduce a la iluminación. Y la alegría, un sentimiento de plenitud, conduce a una relación operativa, eficaz e interdependiente con la realidad, así ésta resulte a fin de cuentas aquella realidad a superar.
La política budista, además, ha estado encarnada de una manera lúcida y altamente persuasiva por el Dalai Lama tibetano, el cual con su autoridad cultural y su encanto humano viene posibilitando desde años atrás un encuentro sistemático entre científicos occidentales, neurólogos y cognitivistas, y las más antiguas técnicas psicológicas, comprobables en laboratorio, desarrolladas por el budismo tibetano. Los autores experimentales más serios han participado en esta inteligente política de encuentro: en el terreno de la mente humana y su posibilidad de expandirse, conforme sabe y enseña el budismo, de transformarse, de cambiar. Ninguna otra doctrina espiritual había dicho así que la mente de cada cual es el maestro y es la guía.
La plasticidad mental que el budismo describe no tiene término conocido, pues el último estado, el nirvana que sobreviene al salir de la rueda del samsara, no es posible explicarlo o describirlo con palabras. El hecho civilizacional de su divulgación persistente y correcta ha sido parte central del cambio tardomoderno de paradigmas y mentalidades, esta época nuestra tan bizarra y excepcional, cuando las energías somáticas crecen, la gente se da cuenta de que otros ámbitos y otras voces son accesibles, y el budismo, una ciencia del espíritu, impregna un gran número de perspectivas occidentales, lo sepan éstas o no.
Solamente el Oriente budista ha conservado a sus monjes. El islam exhibe fanáticos enajenados y Occidente persigue a sus curas pederastas. Y estos monjes no representan la sanción de deidad alguna, sino sólo un método psicofisiológico para cambiar la vida, es decir, mejorar la mente de todo aquel que lo siga. Sin duda por eso los monjes de Myanmar salen a las calles para enfrentar sin miedo a los soldados, pues una función de la actividad contemplativa tiene por caso penetrar más en la realidad cotidiana, penetración compuesta de una actitud moral. Todo alzamiento de un pueblo contra sus tiranos es un hecho político espiritual inaplazable.
Fernando Solana Olivares
En Birmania, la antigua Burma conquistada por los ingleses, se ha practicado desde hace dos mil años el budismo histórico más antiguo, el theravada, que daría origen a las escuelas budistas posteriores. Tal vez una comparación pueda poner en perspectiva lo inesperado que resulta la politización budista theravada en la lucha popular birmana contra los militares. El budismo de los antiguos o mayores, significado del término theravada, propone como ideal de salvación personal el modelo del llamado arahant: aquel que se consagra por todos sus medios y con las técnicas psicofisiológicas adecuadas a obtener la iluminación personal —una acción que consiste en salir de la rueda a la que, según los escasos preceptos doctrinales que el budismo tiene, todos los seres humanos estamos sometidos: nacer, existir, morir—.
Precisamente ese modelo de acción en solitario llevó a sus oponentes a llamarlo “pequeño vehículo” (budismo hinayana), pues sólo era practicable para unos cuantos. Surgió su versión complementaria: el budismo del “gran vehículo” (budismo mahayana), dispuesto a masificar las enseñanzas del Buda, donde se propuso otro tipo de ideal: el del bodhisattva, aquel que posterga su liberación de la rueda del nacer y el morir hasta que los demás seres sintientes la hayan obtenido.
Volviendo al tema, ya que podría mencionarse que este modelo inspiró directamente, según algunos, al mismo Jesucristo, quien acaso conoció textos budistas en arameo, uno de los idiomas empleados en su tiempo por el emperador hindú budista Asoka para divulgarlos, y de allí seguir a otras consideraciones, el budismo birmano podría suponerse todavía más impermeable e indiferente a lo que ocurre en el mundo común, pues éste es descrito por el Buda como impermanente, insustancial e insatisfactorio.
Tales tres factores son el meollo de la explicación budista acerca de la naturaleza de la realidad: el mundo es enteramente pasajero; ninguna cosa o ser que lo constituye existe por sí o tiene sustancia propia; existir resulta entonces insatisfactorio porque produce dukha, dolor. Parece una doctrina triste y desesperanzada, pero absolutamente no lo es. Por ejemplo, exalta la alegría (pitti) como un estado que conduce a la iluminación. Y la alegría, un sentimiento de plenitud, conduce a una relación operativa, eficaz e interdependiente con la realidad, así ésta resulte a fin de cuentas aquella realidad a superar.
La política budista, además, ha estado encarnada de una manera lúcida y altamente persuasiva por el Dalai Lama tibetano, el cual con su autoridad cultural y su encanto humano viene posibilitando desde años atrás un encuentro sistemático entre científicos occidentales, neurólogos y cognitivistas, y las más antiguas técnicas psicológicas, comprobables en laboratorio, desarrolladas por el budismo tibetano. Los autores experimentales más serios han participado en esta inteligente política de encuentro: en el terreno de la mente humana y su posibilidad de expandirse, conforme sabe y enseña el budismo, de transformarse, de cambiar. Ninguna otra doctrina espiritual había dicho así que la mente de cada cual es el maestro y es la guía.
La plasticidad mental que el budismo describe no tiene término conocido, pues el último estado, el nirvana que sobreviene al salir de la rueda del samsara, no es posible explicarlo o describirlo con palabras. El hecho civilizacional de su divulgación persistente y correcta ha sido parte central del cambio tardomoderno de paradigmas y mentalidades, esta época nuestra tan bizarra y excepcional, cuando las energías somáticas crecen, la gente se da cuenta de que otros ámbitos y otras voces son accesibles, y el budismo, una ciencia del espíritu, impregna un gran número de perspectivas occidentales, lo sepan éstas o no.
Solamente el Oriente budista ha conservado a sus monjes. El islam exhibe fanáticos enajenados y Occidente persigue a sus curas pederastas. Y estos monjes no representan la sanción de deidad alguna, sino sólo un método psicofisiológico para cambiar la vida, es decir, mejorar la mente de todo aquel que lo siga. Sin duda por eso los monjes de Myanmar salen a las calles para enfrentar sin miedo a los soldados, pues una función de la actividad contemplativa tiene por caso penetrar más en la realidad cotidiana, penetración compuesta de una actitud moral. Todo alzamiento de un pueblo contra sus tiranos es un hecho político espiritual inaplazable.
Fernando Solana Olivares
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