Friday, September 21, 2007

LA DISCRECION DE AGOTA

Se inventa lo que se recuerda, se encuentra lo que se busca. Yo andaba detrás de ella sin percatarme y en febrero pasado la conocí. Quizá no sabía todo de su vida pero ya intuía lo esencial. Aquella mañana de sábado viajaba de regreso a mi casa situada en la provincia. Como siempre, la inabarcable ciudad me había puesto en la condición mental que habitualmente induce, cuando uno siente ser otro para los otros. Pero también como siempre la ciudad me compensaba con las modestas adquisiciones de mi predilección: libros, suplementos, películas, discos.

Abrí una que iba a mi lado en el asiento del ómnibus y su nombre resonante se desplegó ante mis ojos: Agota Kristof, pues Babelia, el suplemento español, publicaba una entrevista donde ella se refería a su vida. En 1956, junto con su esposo y su hija recién nacida, cruzó a pie la frontera de su patria húngara y primero fue a Austria y luego a Suiza, donde se quedó. Huía con su familia de la derrota de la revolución húngara contra el régimen prosoviético de la época en la cual había participado su marido. El entrevistador, Javier Rodríguez Marcos, hizo entonces una observación precisa sobre la escritora: “habla como escribe: yendo al grano, sin circunloquios, sin subrayados.” Y así es.

De ese tema platiqué anoche con mis hijos. Veníamos de charlar sobre otro tópico, la pauta sentimental de la alcoholización, y habíamos derivado al asunto de los adjetivos como expresiones sentimentales que atribuían a las cosas algo que no había en ellas, cuando salió a colación Agota Kristof y su lacónica manera de escribir negando cualquier concesión emocional, suprimiendo todo efecto bonito, superando la adjetivación.

Durante cinco años Agota Kristof trabajó en una fábrica de relojes, pensando que hubiera sido preferible que su esposo purgara dos años de condena en la cárcel húngara a que ella viviera la prisión de un trabajo monótono en un país desconocido donde nadie hablaba. Agota no sabía francés, quien sí lo estudió fue su marido. Lo mismo la hija en la escuela, y junto con ella lo aprendió. Después de un lustro de silencio y repetición, años en los que Agota escribía mentalmente en su puesto de trabajo poemas en húngaro que llegando a su casa traducía al francés, consiguió un empleo como secretaria del consultorio de un dentista. De las no palabras pasó al ruido verbal.

Pero tal aprendizaje –la literatura es el arte de la restricción, afirmó Stendhal– la llevó a escribir con este nivel de parquedad y belleza, de discreción sin adjetivos: “Dejé en Hungría mi diario de escritura secreta, y también mis primeros poemas. También dejé a mis hermanos, mis padres; sin avisarles, sin despedirme de ellos, sin decirles adiós. Pero sobre todo, ese día, ese día de finales de noviembre del año 1956, perdí definitivamente mi pertenencia a un pueblo.” No dice a mi pueblo sino a un pueblo. Todo escritor verdadero debe perder a tiempo esa pertenencia para reemplazarla por la escritura, el único pueblo que posee.

Al respecto estos son sus escuetos, esenciales consejos: “En primer lugar, hay que escribir, naturalmente. Luego, hay que seguir escribiendo. Incluso cuando no le interese a nadie, incluso cuando tenemos la impresión de que nunca interesará a nadie. Incluso cuando los manuscritos se acumulan en los cajones y los olvidamos para escribir otros.” Durante mucho tiempo eso hizo. Y treinta años después de haber abandonado Hungría, en 1986, una de sus novelas, El gran cuaderno, publicada en francés por Seuil, resultó un éxito fulminante que le dio premios y traducciones.

Tener hijas es una bendición del cielo: Agota aprendió francés gracias a la suya; yo leo La analfabeta (Obelisco, Buenos Aires, 2006) su corto pero poderoso relato autobiográfico, gracias a la mía, quien amorosamente lo buscó por meses y al fin dio con él. Lo leo una y otra vez porque la prosa de sus ochenta páginas no lleva ningún adorno, no presenta ninguna queja, no ocupa ninguna sentimentalidad. Y cada lectura es diferente aunque las tan precisas imágenes literarias que ofrece sean las mismas.

“No me interesa la literatura”, confesó Agota a su sorprendido entrevistador. Tiene 71 años aunque aparenta diez o quince menos, vive sola en un “escueto departamento” del centro histórico de Neuchâtel en la Suiza francófona, que más parece el de una estudiante que el de una laureada escritora. Por el libro autobiográfico que mi hija puso en mis manos, a Kristof en Alemania le otorgaron el premio de los críticos y diez mil euros que no fue a recoger pues el estado de sus piernas no lo permite. “Para mí la escritura –dijo en la entrevista– es demasiado para hacer algo que no me guste. Y no creo que me salga ya nada mejor de lo que escribí. ¿Para qué empeñarse?”

Lejos de las fiestas, de la promoción y de los homenajes. En la literatura mexicana se conoce la de Juan Rulfo, una reflexión idéntica. Agota pasa ahora sus días leyendo novelas policiacas de las que olvida el nombre y a narradores que no adornan las cosas. Que no utilizan adjetivos. Los escritores románticos desconfían del lenguaje como instrumento de su expresión, por ello incurren en el ornamento como delito. Los narradores clásicos saben que el lenguaje es capaz de describir con sobriedad cualquier cosa y no habrá nada adjetival por agregarle. Acaso sólo estas discretas líneas de Agota Kristof: “He aquí la respuesta a la pregunta: uno se hace escritor escribiendo con paciencia y con obstinación, sin perder nunca la fe en lo que se escribe.”

Fernando Solana Olivares

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